Desde que se puso los audífonos a Zunga ya no le importan los insultos. Tampoco le importa cómo se ve, por eso no tiene espejos en su casa en Florencia, la ciudad a la que llegó hace nueve años, dejando atrás las huellas de una guerra de la que fue testigo. Nació en Curillo, municipio de Caquetá, cuyos bellos atardeceres fueron empañados por los ataques constantes del Bloque Sur de Joaquín Gómez. Uno de sus primeros recuerdos tiene que ver con los destrozos que ocasionó el ataque de las Farc en 1998 que dejó 12 policías asesinados. Ella, aunque entonces era Herman, vio por primera vez cuerpos mutilados, sangre, y el contrataque del ejército que convirtió a su pueblo en un infierno; un infierno protagonizado por la guerra que le arrebató a un hermano y un tío.
La guerra fue solo un inconveniente más. A los 19 confrontó a su mamá y sin miedo le dijo que ya no sería jamás Herman, que ahora era Zunga, la perra roja. Su valentía le ha salido cara. Caminar la calle siendo ella exalta el morbo de la gente. Antes le daba miedo, ahora solo es cotidianidad. Entrar en el 2014 a la Universidad de la Amazonía, le cambió la vida. Allí aprendió a aceptarse y a asumir luchas propias y ajenas. En las marchas ella es más Zunga y más roja que nunca. En las marchas ella es un pez en el agua.
Su transformación no se debió a algo traumático, fue voluntaria y tranquila. El cambio mental desde el año pasado está acompañado de una metamorfosis física: los estrógenos que toma cada semana le han proporcionado una segunda pubertad acompañada de depresión, calores y dolores. Su mamá lo acepta ya. En el último diciembre modeló ante ella su estreno navideño con desparpajo. Su última batalla ya no será en los estrados judiciales, donde es ignorada y despreciada, ahora es continuar con la transición de género que empezó desde los cinco años cuando siempre que se veía al espejo no veía a Herman sino a Zunga, la perra roja.