Zoom en tiempos de coronavirus (III)

Zoom en tiempos de coronavirus (III)

"Ojalá pronto termine esta pandemia, porque si no esta platafoma va a acabar con nosotros y nuestras relaciones sociales"

Por: Rolando Andrés López Pereira
mayo 30, 2020
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Zoom en tiempos de coronavirus (III)
Foto: Pixabay

Finalmente, habiendo superado las reuniones laborales y familiares a través de Zoom viene el top de la lista: las reuniones con los amigos. Después de un largo mes sin haber podido libar licor con los compañeros de la oficina, o con los de la universidad, o al menos con el ñoño del colegio, la cosa se pone peliaguda. Sombría. Mejor dicho, aburrida.

El primero en lanzar el anzuelo es un antiguo condiscípulo del barrio, Camilo, a través del chat del grupo, el cual, como era de esperar, se encuentra alojado en el sacrosanto WhatsApp. Un día me encuentro este mensaje en el chat: “Todos bienvenidos a la reunión virtual que tendremos por Zoom este viernes 17 de abril a las 8 de la noche. No se la pierdan. Cada uno lleva lo que se vaya a tomar, Los esperamos”. A continuación el link de entrada a la reunión de Zoom con la consabida y necesaria contraseña.

Durante la semana la ansiedad nos consume, pues hay viejos amigos a los que no vemos desde hace años y que anunciaron su ingreso al encuentro. Muchas preguntas y reflexiones se vienen a la mente. “¿Será que me veo más joven que los demás? ¿O los años me han “cascado” más a mí? Mejor pongo la tablet sobre unos dos tomos de enciclopedia para que no me vean la barriga”. Cuestiones de estética, supongo.

Enrique, el amigo pudiente del grupo fue el que solucionó el dilema del Zoom. Para evitar los cierres después de cuarenta minutos de reunión, el mencionado personaje pagó una cuenta para poder reunir a la patota todas las semanas “cuando sea necesario”. Ya veremos.

Primera semana

Llegó el viernes 17 de abril y muy puntual a las 8:00 p.m. entré a la sala de chat. Para sorpresa mía, la mayoría del combo ya estaba charlando. Los vi con vasos y copas del licor que eligieron para beber. Yo alisté la copa arriera para zamparme mi primer guaro de Néctar.

—Bueno, mijitos. ¿Qué se están tomando esta noche? — preguntó Gustavo, uno de los compañeros.

—Pues yo estoy con Baileys— replicó Lina, una de las amigas de la pandilla, cuando me disponía a levantar la botella de Néctar Rojo.

—Rico, pero muy dulzón. Yo estoy con un Macallan 12 años. Un single malt—, respondió Alberto.

—Yo me tomo hoy un tempranillo español, Pujanza. Y lo acompaño con un jamoncito pata negra— reviró Camilo, el más viajado, mientras yo iba tapando por debajo de la mesa la botella de aguardiente, tratando de pensar qué brebaje presentable tengo en el bar.

—No, pues. Tan niñas. Yo sí me tomo un tequila Don Julio. Eso sí es pa’ machos” (sobraba la aclaración)— remató Rodrigo, antes de que me acordara de la de Sello Rojo que me habían regalado en mi último cumpleaños.

—Pues yo me clavo mi whisky Sello Rojo hoy. Y este es blended, para que sepan—, recalqué cuando me llegó el turno. Había que demostrar que de tragos también sé un poquito.

Por increíble que parezca, la reunión fue súper amena y muy animada. Recuerdos fueron, recuerdos vinieron… y nos dieron las 3 de la mañana. Algunos (casi todos) ya estábamos hablando en letra pegada. Licor fino u ordinario, todos cumplen con su función. Ya para la despedida había llegado el momento de la exaltación de la amistad, un grado de alicoramiento antes de la destrucción del inmueble. Por eso procedimos a darnos el adiosito hasta dentro de ocho días.

—Rolo, yo lo quiero mucho. Gracias por esos años de amistad. Viejo, nos vemos el otro viernes—, me dijo Jorge Ricardo.

—Yo a usted…hip… siempre lo he querido, viejo Richard. Pero no me abracé tan fuerte y suélteme el cuello que me está ahorcando— le contesté a mi querido amigo.

—No, viejo Rolo. No soy yo. Se le enredó la bufanda con la puerta del bar. Párese un poquito y lo verá.

Con solo tres compañeros en el chat dimos por terminada la reunión del viernes, la que terminó siete horas después en la madrugada del sábado. A duras penas conseguí llegar a mi cama.

Segunda semana

Los comentarios en WhatsApp hablaron por sí solos del éxito de nuestra primera reunión. Durante los días previos al segundo encuentro todos muy contentos se saludaron, se juraron amor eterno y se prometieron ver en la siguiente reunión del viernes. Con la lección aprendida, el domingo siguiente al primer encuentro (el guayabo no me dejó mover todo el sábado) fui con mi tapabocas a Carulla y me compré una botella de Buchanan’s. Que no se fuera a notar la pobreza.

El viernes de la segunda reunión todos volvieron a llegar muy puntuales. Pero para sorpresa de todos, algunos hablaban (hablábamos) con voz mucho más baja que en la primera reunión. Además los escenarios habían cambiado.

—Rolando, hable más fuerte porque no se le escucha. ¿No que usted es el que habla durito en su casa?—, se burló Fernando.

—Hablaba, Fercho, hablaba. Precisamente mi señora e hijos me hicieron sindicato porque no los dejé dormir hace ocho días por lo fuerte que hablo. Hoy me tocó bajarme al sótano para poder reunirme con ustedes. Pero aquí estoy. Firme—, respondí mientras observaba como se dibujaba una sonrisita socarrona en la cara de Fernando.

El encuentro fue de maravillas. No se tomó al mismo ritmo de ocho días atrás, por obvias razones. Por supuesto la reunión fue mucho más hilada y coherente que la anterior, de lo que alcanzo a recordar. Se habló del COVID-19 en nuestro país y en los sitios en que vivían algunos de nuestros amigos en el extranjero, de las familias, de trabajo, de todo un poco… Solo un suceso nubló la armonía que reinaba en la sala de chat.

Otra de las familias damnificadas con los vozarrones nuestros en la reunión pasada fue la de Jorge Ricardo. Él fue otro que llegó hablando suavecito y hablando desde el cuarto de la empleada del servicio. Pero sin la empleada del servicio, aclaro.

Toda la reunión Jorge Ricardo habló muy suave, como si quisiese que no lo fueran a escuchar por allá. Acá tampoco lo escuchábamos. Lo grave sucedió sobre las 12:00 a.m., cuando de un momento a otro la pantalla de nuestro querido Jorge Ricardo quedó en negro. Un oscuro presagio pasó por nuestras cabezas.

—Mierda, le cortaron los servicios— dijo Rodrigo, el más lúcido y macho de todos. Solo él lo supo expresar.

A los diez minutos vimos que aparecía una pantalla angosta con una luz muy tenue tras la que se veía el rostro de nuestro compinche de andanzas.

—Ricardo… Jorge… ¿Qué le pasó? ¿Sí le cortaron los servicios? — musitó Lina.

La respuesta, por el tono y la suavidad de la voz, parecía venir de ultratumba… y desde un celular.

—No, Lina, estoy desde el baño del servicio. No me cortaron los servicios, pero casi. Me bajaron los tacos de la luz. Ya saben, el tema del volumen de la voz. Pero reporto que me encuentro sano y salvo— dijo.

Tranquilizados todos por la salud de nuestro amigo le dijimos que mejor se acostara ya y no le buscara cinco patas al gato, porque la próxima la señora no le cortaba la luz sino otra cosa. Ricardo Jorge cerró la conexión de inmediato. Sobre la 1:00 a.m. nos despedimos todos.

Tercera semana

El balance de la segunda reunión no fue tan bueno como la vez pasada. Aunque hubo comentarios en redes sociales, fueron menos numerosos que en la anterior oportunidad. Registramos con preocupación que Jorge Ricardo no dio muestras de vida.

Llegado el tercer viernes yo entré con cierta tardanza. Tenía reunión familiar de armado de rompecabezas y aún no habíamos terminado. Sobre las 8:30 p.m. un tropezón “fortuito” desarmó todo y, después de un prolongado abucheo familiar, pude conectarme con el viejo combo. Cuando entré a Zoom, vi con sorpresa que ya no eran tantos como esperaba.

—Lina dijo que no podía asistir hoy y que la excusaran. Le está celebrando el cumpleaños al hijo mayor— informó Fernando.

—¿El cumpleaños de Alfonsito no fue hace tres meses, justo antes de comenzar la cuarentena? Porque si no debe ser otro hijo que tiene y no sabíamos— preguntó Alberto, después de un breve carraspeo.

Un silencio sepulcral campeó por la sala de chat. Dejamos la duda sin resolver y procedimos a brindar por el reencuentro. Sospechosamente, ya no había whiskies ni tequilas finos en las pantallas. Cerveza y vino normalitos. Por fin me animé a sacar la media de guaro que me quedaba.

En esta ocasión la velada fue menos divertida. Los recuerdos se repetían, las anécdotas redundaban y las conversaciones eran menos interesantes.

—¿Y qué más, Rolo? Cuente algo—, presionó Rodrigo.

—No, pues todo bien… ¿Y su familia, Rodri?

—Bien todos, afortunadamente.

—Ah, ya. Y… ¿qué hay de nuevo, Lina?

— Hombre, que Lina no está.

—…

Varios de esos silencios embarazosos aparecieron durante la jornada. Ya nos habíamos contado todo y a todos. Esta vez la reunión, en medio de todo, fue breve. A las 11:00 p.m. se despidieron los dos últimos (quien abrió la cuenta de Zoom y yo). Nos miramos a través de la pantalla con algo de pesar.

—Entonces… ¿nos vemos la próxima semana, Rolo?

—No sé, Quique. Ya no sé de qué hablar. Además, creo que vamos a recibir nota de rescate por Jorge Ricardo. No aparece ni en las curvas.

—Cierto, Rolo. Dejemos que los demás decidan si nos volvemos a encontrar en Zoom o qué hacemos.

—Bueno, Quique. Hasta mañana. Pero por WhatsApp.

—Por WhatsApp.

No hemos vuelto a hacer una reunión por Zoom. Nos encontramos, nos reímos por el WhatsApp, nos mandamos fotos, memes, chistes… Hasta recibimos un mensaje de supervivencia de Jorge Ricardo, quien manifestó que no pudo encontrarse con nosotros en la última reunión por “inconvenientes de la red”. Sí, de la red que le pusieron el día que se casó. En fin. Ojalá pronto termine esta pandemia, porque si no el Zoom va a acabar con nosotros.

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