A los poquísimos lectores que queden luego del rimbombante y rebuscado título de esta nota, permítanme, al menos en esta ocasión, apelar a la tranquilidad de la escritura y la paciencia de su lectura para desarrollar estas líneas.
Arranquemos por el principio, al menos en términos de tiempo.
Una hécatombaia, en tiempos de los helenos (nótese bien que está con H), o sea los primeros griegos, era una fiesta religiosa, en la que se llevaban a cabo hecatombes; es decir, el ofrecimiento en sacrificio de varios bueyes para apaciguar a los dioses, agradecerles o pedirles algo.
Pues bien, pasados miles de años desde los primeros helenos (con H), la mayoría de los pueblos continúan con sus versiones de hécatombaia. El pueblo colombiano, al menos su casta gobernante, que viene siendo la misma desde que somos república, por estos días también pretendía (y pretende) su hécatombaia criolla. Repasemos entonces el asunto.
Desde hace ya varias apariciones de la hija de la mañana, la de los rosáceos dedos, el buen gobernante de Kolombeia, la de las gentes felices, el noble y laureado Juánidas Manolas, el pacífico, decidió que ya era tiempo de correr presuroso para brindar frugal hecatombe al gobernante-dios del norte, el divinal y áureo Donaldión, el de díscolo y llamativo copete.
Juánidas, el pacífico, se encontraba apesadumbrado al no poder salir de su propia tragedia causada por no controlar lo que salía de su cerco de dientes, cuando presto prometía aquí y allá cosas y personas para poder gobernar esta, la más feliz de las tierras. No bastaban sus jornadas de larga y retratada oración en ropa interior, rogándole a los cielos alguna salida; tampoco lo sacaban de su desespero sus artes de equilibrista donador de espesa y untosa fruta conservada entre cortesanos y cortesanas, para evitar la poderosa furia del dios-gobernante del norte, Donaldión, el del díscolo copete y la de los seguidores de Alvárido de Uberrimión. Temía el laureado Juánidas Manolas que el áureo Donaldión castigara su tibieza por sentarse a hacer la paz con los bárbaros hijos del extinto Fidelias, el barbudo, gobernante aedo de las revueltas de la parte sur de la morada del dios atlante y no hacer mayor cosa para evitar que los odiosos filibusteros retadores de Poseidón, traficaran libremente la nívea y polvosa ambrosia nasal de los elevadizos gobernados del dios-gobernante del norte.
Pero más que el miedo reverencial al poderoso y áureo gobernante-dios del norte, que sufría Juánidas, el pacífico; pudo la cizaña del instigador Alvárido de Uberrimión, reencarnación de Herodías, la insidiosa madre de Salomé; para que cumpliera la promesa de entregar en argenta bandeja, aunque sea una cabeza de las varias que tenía el revoltoso engendro parecido a Gorgona, hijo de Fidelias, aedo de las revueltas, con el que había negociado en su isla, la paz por la que fue laureado.
Juánidas, el pacífico, encargó entonces a Humberto, el bufón acusador, de los preparativos para la hecatombe. Acucioso, como digno descendiente de Lamberto, dios guía de los serviles, Humberto, el bufón acusador, viajó oculto bajo el negro manto de Selene, hija Hiperión y Tea, rumbo a la tierra del dios-gobernante de áureo y díscolo copete, para organizar la criolla Hécatombaia. Entre tanto los seguidores de Alvárido de Uberrimión, y él mismo, continuaban atormentando a Juánidas, el pacífico y a sus gobernados, con intrincadas historias de cercanos apocalipsis por la muy probable ascensión de Gostlavio, el pétreo, al trono de Kolombeia.
Llegó entonces el esperado día propicio para la hecatombe. Por un lado, Donaldión, el de áureo y díscolo copete, estaba pronto a decidir si castigaba o no al laureado Juánidas Manolas, el pacífico, por combatir mucho o poco a los filibusteros de la nívea y polvosa ambrosia nasal de los súbditos del hiperbóreo reino, el mismo dios-gobernante anunciaba su visita a Kolombeia; y por el otro, Alvárido de Uberrimión y su séquito ya habían abonado el ambiente con cizañas e insinuaciones en contra de la laureada paz de Juánidas, el pacífico.
La hija de la mañana, la aurora, ya sin rosáceos dedos, pero portando oscuros presagios, le dio paso a las confabulaciones de Alvárido de Uberrimión y a las tramoyas de Humberto, el bufón acusador. Este último le dio la orden a los cancerberos a su servicio, para que ávidos de carne fresca, acecharan y cazaran la cabeza Zeuxis, una de tantas que tenía el revoltoso engendro parecido a Gorgona, hijo de Fidelias, aedo de las revueltas, con el que Juánidas Manolas había negociado en su isla, la paz por la que fue laureado.
Humberto, el bufón acusador, acucioso como digno descendiente del dios Lamberto, salió ante el abarrotado anfiteatro para anunciar, que era lo único que sabía hacer como áulico juglar del osco Germánidas, el coscorroneador; que ahora sí había logrado arrinconar al temible engendro hijo de Fidelias, el barbudo y que entonces el dios-gobernante del norte, el de áureo y díscolo copete, por fin iba a ser satisfecho, por lo que no era necesaria una Hecatombe común, de vísceras, grasa o muslo de buey, puesto que él ya había provisto en argenta bandeja la cabeza Zeuxis del revoltoso engendro hijo de Fidelias.
Lástima que Humberto, el bufón acusador, y la reencarnación de Herodías, la insidiosa madre de Salomé; Alvárido de Uberrimión, el innombrable y triste imitador de Kyron, el centauro, se quedaron con los bellos mantos colgados, con los pingües odres de aceites y vinos guardados, ya que Donaldión, el de áureo y díscolo copete, decidió a última hora, como siempre lo hace; que sus divinales pies y nalgas así como su áureo y díscolo copete; no tenían por qué exaltar con su presencia a tierras de tan exóticas y estrambóticas costumbres.