Zarpar del puerto: entre el miedo y el coraje

Zarpar del puerto: entre el miedo y el coraje

Quien no escuche en Francia Márquez la voz antigua de los palenques en la selva, que no reconozca en sus palabras la valentía y dignidad, no será apto para el futuro

Por: Alberto Leongómez Herrera
junio 08, 2022
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Zarpar del puerto: entre el miedo y el coraje
Foto: Archivo

Colombia es un país que no ha podido salir del puerto y que -como si fuera un barco fatalmente encallado en un banco de arena en vez de amarrado en el muelle- ha permanecido anclado al puerto
de la desgracia, por temor a soltar las amarras y salir a navegar sobre las aguas desconocidas del futuro y de la historia.

Por miedo a encontrarse flotando sobre la faz de las aguas, como el espíritu sobre el abismo en el inicio del mundo, quiere olvidar que es un barco, que en verdad un país es como un barco, porque precisamente se trata de una colectividad que se formó espontáneamente al unirse sus miembros para hacer juntos el viaje en el tiempo, para compartir la aventura y los riesgos de adentrarse en la historia. Y un barco está hecho precisamente para navegar, para llevarnos a parajes desconocidos, es su destino y su razón de ser.

Para este barco que es Colombia, llegó el momento de soltar las amarras, es el momento de la verdad, con la que debe pactar para poder zarpar por fin del puerto, pues el requisito para adentrarse en la historia es partir de la realidad.

En esa aproximación al punto de partida, la realidad de Colombia, dos frases de Francia Márquez nos han revelado el verdadero corazón de este país y su verdadera inteligencia, nos han acercado más a la verdad de Colombia que todos los discursos políticos y los tratados académicos escritos sobre ella: “Vivir sabroso no es vivir con plata, vivir sabroso es vivir sin miedo”.

El colombiano que no escuche allí la voz antigua de los palenques en la selva, único refugio a seguro del miedo a la que un régimen erigido sobre la base del terror empujaba a los cimarrones que los fundaban escondidos en la manigua, y el colombiano que no reconozca en esas palabras la misma valentía y dignidad con que -movidos por el sueño de la república- salieron luego del palenque los afrogranadinos para combatir por su independencia y participar en su fundación, no será un colombiano del siglo XXI.

O Colombia no será ya, habrá desaparecido como los escombros del barco fantasma encallado en el banco de arena.  La otra frase dice “lo que le incomoda realmente al presidente del senado es que hoy una mujer que podría ser su empleada de servicio, pueda ser su vicepresidenta”.

Y el colombiano que no comprenda que estamos en los albores de una nueva civilización planetaria en la que se integran todas las culturas como los elementos de un conjunto -en términos matemáticos- y en la que confluyen todas las memorias de todas las etnias sin que se desintegre en el proceso su identidad, que se hace más fuerte porque es precisamente la intercomunicación significativa entre los elementos lo que delimita al conjunto, ese tampoco será un colombiano del siglo XXI.

Será un ciudadano no apto para el mundo del siglo XXI, no apto para el futuro, un desadaptado, dondequiera que vaya. Yo agradezco con toda mi alma el abrazo ancestral que le ofrece a Colombia Francia Márquez, agradezco desde lo más hondo que me incluya en esa Colombia que ve, y me conmueve hasta el fondo que comparta su sueño conmigo. Esa es la Colombia en la que quiero vivir, en la que vale la pena vivir el siglo XXI y avanzar hacia el futuro. Una Colombia que no tenga nada que envidiarle como nación a la Francia de Europa, aunque sí mucho que admirarle y que aprender en la historia de su civilización, de su pueblo y de sus luchas.

Pero no quiero permitirme la tibieza de dejar que se piense que “mi voto es por Francia, no por Petro”, aunque por ella sola votaría. Por la Colombia que sueña, una Colombia sin miedo y con dignidad, y con mayor razón votaría por ella ante la Colombia que proyecta -no que sueña- la patanería y el manejo turbio del estado. Digámoslo claramente: en el lenguaje político colombiano,
la palabra “maquinaria” significa el poder del delito organizado. O mejor, el delito organizado en el poder.

Así que mi voto también va por Gustavo Petro, de quien sería infame desconocer su tremenda coherencia como hombre público y como ser humano, aunque se disienta de su opción de juventud,
y aún de sus decisiones de la madurez. Basta ya.

Es hora de reconocerle que es alguien que ha hecho su vida construyendo la paz, lleva más de treinta años en ello, toda su vida, en realidad. Ha hecho mucho más por la construcción de una Colombia civilizada y en paz que todos los que lo critican juntos -y frecuentemente armados- y el hecho de que haya sido capaz de reconocer su error y cambiar de curso la orientación de su vida para abrazar a fondo y con toda convicción el proyecto político de la democracia en plena juventud, nos habla de su grandeza de espíritu y su capacidad de adaptación al cambio.

Así mismo, el hecho de que haya permanecido más de treinta años en la opción de la paz a pesar de una despiadada persecución y los ataques más arteros, nos habla de la profundidad de sus convicciones y la sinceridad de sus motivos. Por otra parte, el error no es un problema, cuando se está precisamente buscando detectarlo para aprovechar la experiencia y evitar cometerlo de nuevo. ¡Así que basta ya con el miedo también...!

Ensayo y error, así avanza la ciencia: asumiendo opciones para probarlas e ir descartando las que conducen a error, de manera que puedan filtrarse las que producen solución. Así que el problema
no es el error, que forma parte del método desde Sócrates, el ejercicio del diálogo y la mayéutica.

El método científico asume que precisamente se trata siempre de confirmar una hipótesis, de liberarse continuamente del error interpretativo sobre el mundo y la realidad, en lo que confluye con la filosofía griega y el budismo. El problema, en cambio, es el engaño: conocer la solución a un problema y ocultarla del prójimo para inducirle en error en provecho propio, o saber que se está en el error y ocultarlo al prójimo por las mismas razones. En ambos casos a la larga resulta estúpido perjudicar a la misma colectividad a la que se pertenece, al introducir deliberadamente un error en el método que la articula.

Es como hacerle un agujero al barco en el que navego. Por ejemplo, infiltrar en una democracia un presidente con jefe. Solo haría un hueco aún más grande, introducir un presidente con dueño, puesto que el empleado puede disentir de su jefe, aunque necesitaría carácter, mientras que del dueño no se puede disentir, aunque se tenga carácter, si se le ha vendido la marca.

Volviendo a Gustavo Petro, si yo no cometí el mismo error en mi juventud y no abracé la lucha armada aunque viera la legitimidad de las reivindicaciones sociales sobre las que justificaban su opción quienes sí lo hicieron en mi generación, tengo que decirlo, no fue por cobardía, sino por principios. Aunque desde luego se necesita el valor de un Nariño o de una Policarpa para asumir esa
opción que yo no probé, sé que yo no la tomé gracias a que en ese momento de mi juventud alcancé a entrever por la rendija pasajera del movimiento hippie un mundo posible de igualdad absoluta y creatividad desbordante, una manera de sentir las transformaciones del mundo, de vibrar con ellas y participar en la historia.

Allí supe que la cultura emerge por sí misma de una visión compartida del sentido de la existencia y que el trabajo puede ser una experiencia de creación colectiva y gozosa, que es posible despertar los sentidos hasta el punto en que la experiencia cotidiana hace parte de la historia y se puede sentir pasar el tiempo. Nunca renuncié a esa visión, de manera que mi intelecto
y mis sentidos se orientaron hacia la resistencia civil, la no violencia, los derechos humanos, la contracultura y la educación, como posibilidades de estructurar ese mundo posible y configurar un ideario político para la construcción social.

Así entiendo hoy que de Gandhi la civilización recibe para el siglo XXI el principio de que existen muchas causas políticas por las cuales vale la pena morir, pero ninguna por la que valga la pena
matar. No si se está construyendo la civilización, esto es, unas normas de juego, una sintaxis social.

Y en el siglo XXI, con las tecnologías de la comunicación y la revolución informática, la construcción de esa sintaxis pasa por advertir que el fenómeno de la polarización ya no es un enfrentamiento entre derecha e izquierda, sino entre información y desinformación, entre Democracia y Delito Organizado. Así mismo, gracias a Nelson Mandela -que lo mostró al mundo- hoy entiendo que las mayorías oprimidas que han sufrido la violencia y la injusticia no buscan vengarse de las minorías opresoras que se las infligieron, y que por esa razón éstas temen en vano a las masas -como les llaman- sin entender que no es venganza su reclamo, sino precisamente que cese la violencia y nos aseguremos de que termine la injusticia.

En ellas reside desde siempre el vector civilizador de la historia y el sentido de orientación del esfuerzo humano, es el pueblo el que genera la fuerza motriz hacia el derecho, la compasión y el perdón que constituyen el progreso de la especie humana en el mapa de la evolución.

No tengo la menor duda de que estos son principios fundantes tanto en la vida de Gustavo Petro como en la de Francia Márquez, por lo que desde luego son también estructurales en la propuesta política del Pacto Histórico, única capaz de aglutinar todas las mentes constructivas del país, de manera que esta vez sí que votaré con plena convicción. Esta es la oportunidad de soltar las amarras para lanzarse a navegar sobre el océano de la Historia y construir en Colombia un movimiento cívico capaz de darle forma a nuestra nacionalidad, multiétnica, diversa y multicolor.

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