Cuando salieron del resguardo llevaron consigo su pertenencia más valiosa: sentirse yukpa, ya que “saberse yukpa” es lo único que necesitan para habitar en cualquier lugar como indígenas. Un grupo salió primero a Valledupar y años después otra familia llegó a Bosconia, tras la senda que les marcó la memoria. Se establecieron a las afueras de la ciudad porque era lo más parecido a su territorio, aunque pronto encontraron que los ríos que pasaban cerca estaban contaminados, los árboles eran muy pocos y la tierra para siembra no existía. Pero, lo más extraño era el sentirse pobres y ser tratados como mendigos cada vez que solicitaban ayuda para sus hijos y familias. "Nos tocó pedir por las calles porque no teníamos nada para comer", dice uno de los miembros de la familia Estrada de Bosconia.
Según el Dane, en el 2005 existían un poco menos de 300.000 mil indígenas urbanos, cifra que pudo haberse triplicado en los últimos años y aunque esta situación no es nueva, la creciente migración indígena a la ciudad sí lo es. Las razones de migración se asocian al conflicto armado y a la presión territorial, pero los motivos de huida no son los mismos que los de permanencia en la ciudad. Ya que quedarse en la ciudad significa acceder a algunos beneficios que aún son difíciles de alcanzar en sus territorios de origen.
Los yukpas de pescadores y agricultores itinerantes pasaron a carboneros y bicitaxistas. Sus viviendas se transformaron de campamentos hechos con cuatro maderos cubiertos por cualquier material improvisado a tener paredes con techos de zinc. Su dieta también cambió, el arroz es el plato principal y la sal como el azúcar forman parte de las simples preparaciones de la cocina yukpa. Las casas fueron ocupadas por una cama y no más que dos sillas, hombres y mujeres compraron ropa y accedieron a celulares; y aunque a nuestro parecer estos son pocos objetos, para los indígenas significan mejorar sus condiciones de vida porque el hambre y la enfermedad se volvió una constante de la vida en el resguardo de la Serranía del Perijá como nos contó Cristina Herrera: "Habían días que no teníamos nada que comer y la familia estaba muy triste… y así se ponían como enfermos".
Las mujeres nos ofrecieron sus collares y uno de los hombres sacó una vieja grabadora. Mujeres y hombres se alinearon y ofrecieron un baile tradicional; más que una bienvenida fue una demostración de su resistencia y permanencia; y por si teníamos dudas de lo que ellos seguían siendo, sacaron sus flechas y posaron frente a sus casas y bicicletas. Cada una de sus acciones daba cuenta de su tenacidad y de los esfuerzos que hacen para permitir que su cultura sobreviva, ya que a pesar de su nomadismo (o seminomadismo), un cambio tan radical en su territorio ha fracturado de forma dramática su vida.
La migración indígena a la ciudad genera tres tipos de cuestiones: una, en donde se considera un desmedro de la riqueza cultural del país; dos, en la que evidencia las condiciones de hambre, explotación e inseguridad que enfrentan los indígenas en sus territorios; y tres obliga a pensar en una ciudad cada vez más multicultural. Las culturas indígenas presentes en Colombia poseen saberes que proponen otros caminos de respeto y equilibrio para vivir en el mundo, estos saberes marcan prácticas contrarias al capitalismo rampante y los pone al margen del sistema de explotación. Este mismo sistema es el que los condena a la pérdida de sus tierras y de su bienestar. Salir de su territorio y enfrentarse a la dura ciudad transforma sus estructuras sociales, sus costumbres y pensamiento, los hace migrantes y los más pobres entre los pobres. Y aunque algunos consideren que la solución es que vuelvan a sus territorios, las condiciones de bajo bienestar en estos, los volverán a traer de nuevo a la congestionada ciudad.
Marginar a los indígenas de la sociedad urbana en que habitan no es una posibilidad que les permita conservar y desarrollar su identidad cultural y sus conocimientos. Ignorar la existencia de los indígenas urbanos es perder la oportunidad de potenciar un saber para construir ciudades diversas, incluyentes y sostenibles. Las políticas de multiculturalidad en educación y salud son loables, pero aún falta en alcance frente a la complejidad social y cultural que estos habitantes urbanos exigen.