Yuberjén lo dio todo. Al frente tenía al mejor de todos en su peso, un guerrero que en los Olímpicos nunca perdió un sólo asalto. No se amilanó, tiró todos los golpes pero el de Uzbekistán era una montaña inexpugnable. Después de sacudirse su tristeza, el boxeador recibió la llamada de la Ministra de Vivienda diciéndole que no se preocupara, que el sueño de tener una casa se iba a hacer realidad. Llorando por una rara mezcla de alegría y tristeza, Yuberjén se encerró en el camerino a contar las horas que lo esperan antes de regresar a Chigorodó y abrazar a su madre y decirle que ya tiene los 90 millones de pesos que necesitaba para empezar a salir de pobre.
Mucho había tenido que andar para empezar a trazarse el camino.
En el mar de Arboletes se bañaba y al ver el suave ondear de las olas y la profundidad del cielo, Yuberjén entendía que todo eso que decía su padre, Juan Martínez, desde una tarima de madera en la precaria iglesia cristiana de Turbo, Antioquia sobre la grandeza de Dios, era cierto. Para ese Pastor evangélico de la Iglesia del Jesús del Buen Camino, Yuberjen Herney, su último hijo, había sido un milagro. Después de tener dos niñas, Carlin Leidy y Marien, el hombre hizo un ayuno de cuatro días pidiendo con fervor que el próximo bebé fuera un varón. Las oraciones fueron más que escuchadas: a los cinco años Yuberjén era conocido en todo Turbo, por culpa de sus diabluras, como el Tremendo. Las travesuras a Juan no le importaban, lo que no le gustaba era que su hijo viviera entrelazado en interminables peleas.
Al final tuvo que resignarse a verlo en los cuadriláteros. Yuberjén, para aplacar la ira de su padre, le citaba la Biblia proclamando que él era David, el pequeño guerrero que destrozaba al gigante Goliat. Que no había nada más cristiano que devolver el puño que se recibía; que en Urabá los hombres se forjaban a punta de golpes. Además, estaba la anemia y los consejos de un médico para que se dedicara a hacer algún deporte y fue Deibi Antonio Mendoza, su profesor de educación física, quien lo convenció de que podía ser alguien si se dedicaba al boxeo.
Y así lo hizo, así, al principio, todo fuera cuesta arriba: en Chigorodó era el rey del ring pero no había nadie que lo apoyara. Para poder vivir, se rompía la espalda cargando costales de plátanos en Urabá y arreglando bicicletas en un destartalado taller. Soñaba con tener la plata suficiente para comprarle una casa grande a sus papás y allí recibir a las decenas de cristianos que día a día escuchaban sus sermones. Con los 160 millones que daba el Comité Olímpico Colombiano por una medalla lo podría conseguir. Soñaba con el día en el que pudiera comprar un celular.
En el 2011, con los cinco millones de pesos que ganó después de obtener el Título Nacional de Boxeo, Yuberjén pudo comprar su primer celular. Ese año también montó por primera vez en avión debido al viaje que hizo a Cuba como parte de su preparación a los olímpicos de Londres, objetivo que no pudo alcanzar. En ese viaje conoció a Rafael Iznaga, el entrenador cubano que lo convertiría en medallista olímpico.
Oro en los Panamericanos, Bronce en el campeonato del mundo. El sueño se acercaba.
Ahora, a sus 24 años, acompañado de su esposa Lili Durango en Río, uno a uno fue derrotando a un brasilero, a un filipino, un español, un cubano pero al final no pudo con el mejor de todos, un Uzbeko tan fuerte e invencible como ese mar de Arboletes al que le echaba piedras cuando era un niño.