Yolanda, una mujer arriesgada y decidida

Yolanda, una mujer arriesgada y decidida

Se enfrentó a los paramilitares después de que mataron a su tío. Luego, tomó las riendas de su familia junto a su esposo y hoy es una líder esperanzada con la paz

Por: Yolanda Castro Hermida
marzo 06, 2019
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Yolanda, una mujer arriesgada y decidida

A las 5:15 de la mañana llegaron varios hombres armados y dando duros golpes a la puerta de la casa. Estaban buscando a Henry Castro Peña, una persona que le había entregado su vida a la finca que heredó de sus papás. Henry supo inmediatamente de quienes se trataba y para qué venían. “De acá solo me podrán sacar muerto, yo no les voy a dar un peso a unos pícaros”. Ante la contundente respuesta, los paramilitares, que habían llegado un mes atrás hasta Acevedo, Huila, para enfrentar supuestamente a la guerrilla, con los fusiles rompieron los vidrios y lanzaron una granada dentro de la casa.

La explosión acabó con todo lo que había dentro, pero Henry que estaba acompañado de su esposa Virgelina y de Pacheco, un joven que trabajaba en la finca recogiendo café, lograron esconderse debajo de una cama. En medio del polvo y el humo que provocó la explosión, Henry intentó dispararles desde el baño, pero recibió el primer tiro en la espalda y cayó al suelo. Los paramilitares lograron entrar a la casa y lo remataron con otros seis disparos a quemarropa que acabaron con su vida.

Revolcaron toda la casa. Sacaron ollas, levantaron colchones y cama y rasgaron las ropas que estaban guardadas en el armario. No encontraron un peso o algo de valor. Virgelina, que había logrado escabullirse hacia la tienda que ella misma administraba en su casa, reconoció un hombre que los acompañaba. Atravesada por el dolor, los maldijo por haber matado a su esposo. Los paramilitares, no contentos con lo que habían hecho, se regresaron y le pegaron dos tiros que acabaron con su vida al instante.

A las 6 de la mañana mi hermano Alirio Castro, quien vivía un kilómetro más arriba, bajó corriendo hasta el pueblo para avisarme lo que había sucedido y a los demás familiares que vivían en Suaza, un pueblo cercano. Yo estaba embarazada, y quedé muda con la noticia, pero logré sacar fuerzas para llamar a Hugo y contarle lo que había sucedido, me dirigí hasta la Policía junto a mi otro tío Rafael para informarles lo que pasó. Sin embargo, en la estación solo encontramos indiferencia: “Nosotros no vamos por allá. Hagan ustedes mismos el levantamiento de los cuerpos”, fue la respuesta del comandante.

Me devolví para la casa de mi tío Henry y cogimos la camioneta para recogerlos. Cuando llegamos estaban todos los vecinos alrededor de la puerta, pero ninguno fue capaz de entrar. Bajamos los cuerpos de mi tío y mi madrina Virgelina hasta la morgue. Decidí llamar a mi esposo Hugo Prada, que 20 días antes se había ido para Bogotá sus sobrinos porque la guerrilla los estaba acechando para reclutarlos y a él para matarlo solo porque nuestro hijo estaba en el Ejército.

Desde Florencia, Medellín, Cali, La Plata, San Agustín y Bogotá llegaron varios familiares para el entierro de Henry. Pero solo se quedaron una noche. Después del entierro, cada uno se desparpajó y me quedé sola.

La finca de mi tío se la entregamos a un hombre para que la administrara, pero solo duró 15 días después de que llegara un panfleto exigiendo hablar con el que estaba encargado. Los paramilitares nos pusieron una sentencia: nos iban a quitar todo lo que teníamos, la finca, la camioneta y nos pidieron una plata.

Yo llamé a Hugo, que se había regresado para Bogotá, para contarle lo que estaba pasando. Hugo viajó ese mismo día y por la noche llegaron los paramilitares hasta mi casa. Le dijeron que al otro día lo verían a las 8 de la mañana en la estación de gasolina para “negociar”.

“No lo voy a dejar solo, yo lo acompaño”. Al otro día nos llevaron hasta el campamento y nos sentaron junto a una mesa de billar y una pequeña banca. A Hugo lo llamaron aparte pero yo escuché todo lo que le exigieron: 100 millones de pesos. “No hay plata”, fue la respuesta de Hugo. A las 6 de la tarde los paramilitares nos rebajaron la vacuna, y nos exigieron 15 millones. Cuando nos devolvieron al pueblo, a mi esposo lo montaron en el platón de la camioneta junto a otros tres hombres. “Es la primera vez que subimos a alguien a la última lágrima y lo regresamos vivo”.

Buscar la plata fue toda una odisea. Teníamos que darles la primera parte en un mes, y luego diez millones más. Tuvimos que entregarles la camioneta y la casa del pueblo. Cuando les entregamos las cosas a los paramilitares, les pedimos que no dejaran a Eduard y Arnubio, los hijos de mi tío, que no los dejaran sin nada. “No les vamos a dejar puta mierda”, fue la respuesta que recibimos. Sin embargo, no se quedaron con la finca.

Mi esposo y yo queríamos salir de Acevedo, el miedo nos llevó hasta Belén de los Andaquíes desde hace diez años, luego de pasar por otras partes donde la guerra también nos persiguió sin compasión alguna. Sin embargo, y dentro de todo este proceso, logramos recuperar la tranquilidad en Belén después de la firma del acuerdo de paz. En mi vereda me eligieron como  presidenta de la junta de acción comunal Aletones, y aunque no ha sido fácil, he logrado construir un grupo de mujeres que le pusimos el pecho al liderazgo en la región. Nosotros lo único que esperamos es que el proceso de paz sea duradero.

 

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