La convención liberal del pasado 31 de octubre en Cartagena expuso, una vez más, la falta de renovación en el liderazgo del Partido Liberal. Bajo la dirección de César Gaviria, quien a sus 77 años fue reelegido en un ejercicio de exclusividad para sus seguidores, el evento se asemejó más a una parodia política que a un espacio democrático.
La supuesta intención de definir el liderazgo para las elecciones de 2026 quedó reducida a una ratificación que perpetúa el control de la familia Gaviria, consolidando lo que queda del partido como una entidad privada sin renovación real, que ya sabemos a dónde va a parar…
A pesar de que la convención debía realizarse hace más de un año, Gaviria la pospuso urdiendo hasta el último detalle, hasta que el Consejo Nacional Electoral forzó su realización, lo que incrementó las tensiones internas.
Con el resultado de anoche, las expectativas de cambio se esfumaron, para satisfacción de sectores opositores que ven en esta dirección un partido debilitado y sin capacidad de ser fuerza decisoria. Como lo necesitan: sometido, humillado, vencido.
Esta decepción me hizo evocar aquellos días de mis incursiones en política, con ilusión y esperanza.
Soy consciente de que pertenecí al Partido Liberal desde que adquirí uso de razón. Inicialmente obtuve esa identidad por intuición; tal vez por inducción familiar: mi padre fue un ferviente liberal de las huestes del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), que conducía el joven político Alfonso López Michelsen.
Cuando comencé a desarrollar mis capacidades para entender la diferencia entre lo correcto e incorrecto, tomar decisiones conscientes y reconocer las consecuencias de mis actos, tenía siete años. Era 1959. En esa época me convertí en apasionado uribista. Me fascinaba a Álvaro Uribe.
Álvaro Uribe fundó en 1960 el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), junto con López Michelsen. Uribe, el que había sido discípulo del mismo López Michelsen, pues había sido su profesor de derecho en la Universidad Nacional. Uribe, el que también fue discípulo de Jorge Eliécer Gaitán y de Carlos Lleras Restrepo.
Estoy refiriéndome a Álvaro Uribe Rueda, el respetado dirigente político liberal, que murió en Bogotá en el 2007, a los 84 años.
Superado el susto provocado por mi confesión de uribista, tengo que resaltar que ese año, 1959, tuvo un referente claro: Alberto Lleras Camargo como presidente de la República. Lleras Camargo encarnaba los principios democráticos del liberalismo, y su liderazgo fue crucial para consolidar una paz frágil tras la violencia de los años anteriores. Era un periodo en el que el liberalismo defendía ideales de justicia social, con una visión reformista y progresista que fue marcada profundamente en mi visión de la política.
En ese año también fue condenado a “muerte política” el expresidente general Gustavo Rojas Pinilla, un veredicto que representó el rechazo a la dictadura y reafirmó los valores de un Estado de derecho que no se doblega ante el autoritarismo. Estos eventos me inculcaron la convicción de que el liberalismo debía ser una defensa firme de la democracia y la legalidad, siempre comprometido con los derechos civiles y la justicia social.
La figura de Alfonso López Pumarejo, quien falleció también en 1959, fue otra inspiración. Como uno de los grandes líderes liberales del siglo XX, López Pumarejo impulsó reformas agrarias y laborales que ampliaron el acceso a derechos fundamentales para la clase trabajadora. Su legado en la “Revolución en Marcha” me dejó claro que el liberalismo podía y debía ser una fuerza de cambio social.
Con la apertura democrática y las reformas posteriores al Frente Nacional, pensé que el Partido Liberal había encontrado una nueva dirección que permitiría sostener su identidad ideológica. Sin embargo, esa esperanza se fue desvaneciendo cuando vi que el partido se alejaba de sus principios y se convertía en una estructura burocrática. Lo que una vez fue una plataforma de renovación se fue degradando hasta perder su esencia, y el ideal de justicia social quedó sepultado bajo intereses personales y alianzas políticas oportunistas.
Hoy, el Partido Liberal, en manos de Gaviria, se ha desviado tanto de sus valores fundacionales que ya no representa el proyecto político en el que creí. Lo veo convertido en una «pandilla de aprovechados», donde las ambiciones personales predominan sobre los principios, y donde las alianzas oportunistas han reemplazado la lealtad a sus ideales históricos. Por eso, aunque mis raíces son profundamente liberales, no puedo seguir identificándome con un partido que ha dejado atrás su compromiso con el cambio y el bienestar de todos los colombianos.
Es más, así como fui un apasionado “uribista” en mis primeros años de vida política, al lado de figuras como Álvaro Uribe Rueda, no podría, en absoluto, alinearme con el “uribismo” actual del otro Álvaro Uribe… Vélez, quien además, es mi contemporáneo.
Mientras que Uribe Rueda defendía un liberalismo genuino, comprometido con la justicia social y la transformación de Colombia, Uribe Vélez representa todo lo contrario: un proyecto político que, en su esencia, ha distorsionado la búsqueda de un país equitativo y ha exacerbado las divisiones y el oportunismo.
El liberalismo que aprendí no cabe en los intereses particulares ni en la política de favores y corrupción que Uribe Vélez y su legado han sembrado en el país.
Este contraste evidencia el declive de los valores que defendíamos en el Partido Liberal, valores que hoy solo parecen habitar en los recuerdos. Porque el liberalismo de antes, el que inspiraba el MRL, no tiene nada que ver con el autoritarismo y la polarización que ahora encarna este “neoliberalismo”, que representa Gaviria, tan lejano del ideal social, progresista y democrático que alguna vez admiré.