A la una de la mañana del miércoles dejamos el carro en un parqueadero de la 13 y caminamos por toda la Quinta hasta que las sombras de las calles empezaban a cobrar vida. Un par de muchachos se nos acercaron a pedir cigarrillos. Se los dimos. Otro se emputó porque no le dimos las cinco lucas que pedía. La agresividad de la noche iba bajando hasta que encontramos una montaña de basura en la calle 19 que, pacientemente, los habitantes del Bronx habían puesto como una muralla que protegía a su ciudad. Caminamos sobre pedazos de llantas, plástico reseco y el murmullo de las ratas entre las bolsas.
Adentro la Ele se extendía en todo su decadente esplendor. En las casetas Morado, Manguera, Escalera, Nacional, América y discoteca los cinco mil indigentes que se agolpaban en esas tres calles suplían su necesidad de perico, bareta y bazuco. Los sayayines, desde la sombra, nos apuntaban con sus rifles. Nadie te podría atracar, nadie te podía tocar.
Entramos a una discoteca, no era ni Millos ni Homero, las más conocidas en ese momento. Era una de poltronas de cuero, televisores LCD, barra de madera y gente muy bien vestida bailando vallenato. Yo estaba asustado. En la barra un par de travestis me miraban amenazantes. Veía cómo se metían los pases, cómo se metían una pastilla, cómo los ojos se desorbitaban. Al lado nuestro había una discusión por una papeleta que no se había pagado, nadie hablaba, algunos bailaban y arriba, justo en el techo, se incrustaba una pesada nube de bazuco. Quería irme de ahí. Había escuchado de las casas de pique, de los perros que destrozaban la carne, de las peleas de niños en donde los capos apostaban millones de pesos.
Duramos una hora, quizás dos. Compramos dos bolsas de perico, salimos del lugar. Los únicos que se fijaban en nosotros eran los sayayines que cubrían la zona.
Hablan mucho del Bronx. Dicen que era un mal sitio para estar, que nada de lo que entraba podía salir vivo. Sin embargo yo estuve tres veces allí y nadie me robó, ni siquiera los que me vendieron el perico.