En 1945, cuando se resquebrajó el sistema nacionalsocialista en Alemania, el mundo se enteraría de que los desmanes de los nazis no se limitaban a las perversas consecuencias de una guerra absurda promovida por un demente ávido de poder, sino que también arrastraban tras de sí una horrenda carga de asesinatos cometidos de manera industrial (que se conocería como el holocausto del pueblo judío). Desde la tropa que custodiaba los campos de la muerte hasta los comandantes de aquellos centros de la degradación, tortura y masacres masivas, todos se escudaron tras una única y constante defensa frente a los jueces que los enfrentaron frente a sus delitos: “Yo solo seguía órdenes”. Así, con unas cuantas palabras, se desligaban de las peores infamias cometidas, que no se limitaron al pueblo judío, sino que además afectaron a homosexuales, gitanos, discapacitados y a cualquiera que se opusiera a la perversa ideología propuesta por el líder.
En Rusia, en la época posterior a la Revolución de Octubre, también se produjeron masacres superiores en número a las cometidas por la Alemania nazi; en Camboya millones murieron inmolados para imponer las ideas despiadadas de Pol Pot; y en las repúblicas bananeras latinoamericanas miles fueron sacrificados para mantener la dictadura de las charreteras (Pinochet, Trujillo, Pérez Jiménez, Batista, Somoza, los famosos hijos de p… según Henry Kissinger, parafraseando a Franklin Delano Roosevelt al referirse a toda la laya de dictadores militares que se enquistaron el poder por obra y gracia de la CIA) y que eran la excusa para impedir la llegada de tiranías igual de perversas y criminales, como lo demostrarían los revolucionarios cubanos o los criminales que desangran a Venezuela (demostrando que a veces el remedio es peor que la enfermedad. Y lo peor de todo es que esos regímenes también han tenido su cuota de criminales que se excusan tras la frase: “Yo solo seguía órdenes”.
Frente a esto ahora resulta que en Colombia para excusar sus masacres y crímenes, los impunes “padres de la patria” que integraban el brazo militar de las Farc ahora comienzan a revelar crímenes que, según ellos, solo eran parte de las órdenes dadas por los ya fallecidos líderes supremos de esa estructura narcocriminal. Nuevamente la culpa es de otros. Por enésima vez los subalternos le tiran todo el excremento de la culpa a los altos liderazgos de la jerarquía y se lavan las manos como los Pilatos de pacotilla que son frente a su responsabilidad ante la ley y la justicia. Como dicen por ahí, “ellos tan frescos”.
Ante tanta estulticia de la opinión pública frente a una excusa tan descarada sobre los delitos de genocidio que deberían ser juzgados con todo el peso de la ley, y frente al descaro de los delincuentes que se pasean en carro blindado y comen caviar amparados por un Estado sin autoridad y convenientemente “conciliador” es necesario que (aunque sea desde este breve espacio de opinión) se diga que se juzgue de alguna manera la maldad consciente de esos individuos en relación con sus acciones criminales.
Si usted está claro en que torturar, matar, violar o destruir psicológicamente a un semejante va en contra del sentido moral de la sociedad y se rebela de alguna forma contra ese estado de cosas no puede tolerar que un grupo de individuos, muchas veces una minoría violenta y sociópata (o psicópata), luego de cometer y confesar crímenes de lesa humanidad se salga con la suya, sea premiada y quede totalmente impunes. No es posible que el mensaje a las nuevas generaciones sea mata, destruye, viola, saquea y vandaliza, lo importante son tus buenas intenciones (sin importar la vida de los otros o los bienes de los demás) frente a injusticias reales o fingidas; pues al final tus crímenes serán perdonados y tus excesos serán premiados con un cargo público y la total impunidad. Es la ley de la mafia, la norma del garrote más grande, la legislación de la Impunidad frente al delito y, en definitiva, la ratificación de que al final “el hombre es el lobo del hombre”.
No puedo olvidar las palabras que expresa uno de los protagonistas de una gran película llamada Los juicios de Nuremberg frente al alegato del abogado defensor de los jueces nazis acusados de manipular la justicia para condenar a inocentes de que estos letrados de la justicia solo cumplían órdenes y que no sabían nada de los campos de la muerte. Este papel, magistralmente interpretado por el actor Burt Lancaster (que interpreta al juez nazi Ernst Janning), representa al hombre asqueado frente a sus actos y sus juicios amañados, y reconociendo su corrupción moral porque estaba consciente de sus delitos frente a la humanidad.
Y, aún hoy en día, la sociedad sigue aceptando a los criminales de lesa humanidad entre sus más conspicuos liderazgos. Cree que escupir un “ofrezco mis excusas” de la boca para afuera frente a unos medios y una opinión pública lela y complaciente es suficiente frente a las oscuras tumbas de sus víctimas y ante la mirada impotente de los supervivientes de sus horrores. La impunidad reina y se ha convertido en bandera de cualquiera que desee imponer su ideología o establecer sus “argumentos” desde el cañón de un fusil. La maldad se borra con un acuerdo de paz, la violencia impone las ideas frente a la razón, los delincuentes gobiernan naciones y la destrucción moral se avala desde lo políticamente correcto y ante el vil argumento de “el libre desarrollo de la personalidad”.
Al final toca buscarse un rinconcito lejos de tanta locura para poder llorar de tristeza.