El caso de la patrullera y el excandidato a la Cámara de Representantes es en mi sentir un reflejo de lo que en el fondo somos. No se trató del típico caso del usted no sabe quién soy yo, ahora se trata de un caso de yo sí sé quién es usted. Una inferior, una subalterna, una pobre diablo, una persona que a duras penas se gana un milloncito.
Y esto pareciera de poca monta, el simple arrebato de un ciudadano cualquiera, hijo de papi y mami, sorprendido en el lugar equivocado, mal parqueado, que no puso freno a su lengua; que, como el mismo lo dice, no pensó para hablar.
Quisiera que fuera solo eso, pero me parece que no lo es. Me parece que merece un mejor análisis, porque refleja el país de la distancia, de la diferencia, de la inequidad, de la influencia, en que vivimos.
No es un mero hecho aislado, de alguien que pasa por encima de otro u otra, y que se siente intocable por la autoridad, más cuando ella viene de una simple patrullera, o de un inspector de policía, o de un juez de pueblo, que en acción constitucional tiene que afectar intereses de personas naturales o jurídicas, de mejor familia, o por decirlo en lenguaje castizo, de buena familia.
No, refleja la distancia que existe entre los ciudadanos, y el trato que deben de recibir unos y otros. Los desarrapados no pueden hablar y a los muy bien abrigados no se les puede hablar. Menos reclamarles por sus faltas, y en casos, incluso, por sus fechorías. Hay más bien que aplaudirles sus actos, que en ellos no son irresponsables sino osados.
Los filósofos del contractualismo, aquellos que han propugnado por un teoría de la justicia igualitaria, se revolcarían en sus tumbas, los que ya no están, o en sus escritorios los demás, al darse cuenta que la retórica no alcanza la realidad, y que no se puede construir un contrato social, en el que muchos se niegan a ponerse un velo, porque de entrada se saben superiores y por ello mismo dignos de posiciones de privilegio, no sustentadas en un principio de diferencia por sus dotes naturales, por sus capacidades especiales, sino producto de una posición en la que nacieron o a la que accedieron por favores, por influencias, etc.
Personas como esta, de rancio abolengo, se ríen en la cara de aquellos que utópicamente piensan que podrán llegar más lejos de lo que se “merecen”, usurpando el lugar que los primeros, que por sangre, por posición social, por puesto en la historia, realmente sí se merecen. Ellos saben que en un país como el nuestro, soportado sobre las espaldas de los menos favorecidos por la lotería natural, lo que vale es la foto con el expresidente, o con el ministro, o con el senador, y que esas son las que hay que exhibir. La de los padres luciendo orgullosos un cartón de grado, son para el álbum familiar. Y esto, como lo dijo el señor, perdón, el Dr. Hernando Zabaleta, puede sonar a resentimiento, pero es una realidad de a puño.
Aquí pesa más un pariente bien posicionado, o un amigo adinerado y con influencias, que lo que cada uno haga para superarse cuando no cuenta con nada de lo primero. Una palanca vale más que una virtud, y un político abre más puertas que unos méritos alcanzados con esfuerzo. Fácilmente, en el asunto de marras, la patrullera, luego de que el impacto mediático pase, puede salir trasladada a una remota zona del país, o disciplinada, por haber cumplido su deber, cuando no debió haberlo hecho, si hubiera sabido diferenciar en quién era quien. Roguemos porque el respaldo institucional y de la sociedad no sea de dientes para afuera, sino real y efectivo.
La patrullera, con su milloncito, no puede aspirar a más. Es lo que le tocó en suerte y que esté agradecida de al menos haber tenido esa suerte, en un país donde una franja muy grande apenas llega al mínimo, y otra mucho mayor, ni a eso. Ella deberá seguir poniendo su pecho, arriesgando su vida y su integridad, sacrificando los festivos y sus descansos de ser necesario, para cuidar a los que ganan muchas más veces que lo que ella devenga, algunos de los cuales ni siquiera requieren de sus salarios para poder llevar vidas de lujo. Ella tendrá que soportar noches gélidas y días de calor asfixiante, en ocasiones sin comida, afuera de un lugar público, o de un club social, hasta cuando a gente como Zabaleta se le dé la regalada gana de salir, muchas veces ebrios y altaneros, en espera de que no se le dé por seguir la actividad política, o la juerga, en cualquiera otra parte. Y tendrá que saber que pasará por su lado como si no existiera, porque en el fondo para personas como ellos, nunca va a existir.
Las palabras del señor Zabaleta, políticamente inconvenientes, nacen, muchas veces, del corazón de las personas, de lo que consciente o inconscientemente piensan y sienten. Ellas nos demuestran que la brecha no es únicamente salarial, que es más profunda, y tiene que ver con la verdadera desigualdad en que vivimos, y en que nos sentimos. En el desprecio por el otro o la otra, en la veneración del dinero y del poder, en la pérdida del respeto por el valor de cada uno, en el no reconocimiento de que somos un entramado social, en el que cada persona es valiosa, y en el que cada uno tiene mucho que aportar, sin importar el valor económico que se le dé a su aporte, y que incluso los que no pueden hacerlo, por su discapacidad o por su falta de oportunidad, tienen un valor inconmensurable. Mientras esto no pase, el dolor, el sacrificio, o incluso la muerte del otro, estarán en el referente relacional de nuestra vida, y terminara por no importarle a nadie la suerte ajena, cayendo en el más salvaje de los egoísmos, legitimándose lo que de hecho ya está naturalizado: la diferencia y la exclusión.
P.D. Mientras en Colombia a un personaje importante lo cuidan mil policías, a mil personas del común, las cuida uno…y ahí sí como dijo un amigo, por qué no preguntó antes de nacer, dónde iba a nacer.
Hay que respaldar el actuar pulcro de los funcionarios estatales, igual que debemos rechazar el abusivo y desconsiderado, cuando él se presenta, porque de todo hay en la viña del señor.