Claro que no. Trataría de estar con el niño el menor tiempo posible y viviría inventando excusas para estar fuera de casa todo el tiempo. Mi esposa, una feminista practicante que se ha encargado de curar mi machismo galopante, verá aterrada el regreso de la bestia. No cambiaría nunca un pañal, ni calmaría los miedos de ningún mocoso en mitad de la noche. Los niños son lindos de día, sobre todo si son ajenos y si solo sirven para jugar. Pero crearlos y después padecerlos es un lujo que no pienso darme.
He tenido una y otra vez esta pesadilla: en medio de la noche el llanto histérico de tres bebés interrumpen mi sueño. Me levanto, pongo a los tres niños en una bolsa. Los meto en una balsa y remo hasta la mitad de un lago. Los niños no se callan, destapo la bolsa y tomo al niño más grande con mis manos. La impresión de su mirada intensa siempre me despierta.
Hay padres que, al verlo a uno tan hedonista, empiezan a hacerle proselitismo a la amargura que conlleva crear un hombre. Repiten una y otra vez que solo estamos completos en ésta vida cambiando baberos vomitados, haciendo un coctel de Nestúm a las cuatro de la mañana o calmando el hipo incesante del adorable monstrito. Pasan de ser hijos a ser padres saltándose todas las mieles de la vida, sacrificando buena parte de lo que ganen en un ser que es hermoso en sus primeros cinco años pero que poco a poco se irá degenerando y se irá convirtiendo en una réplica de su propio creador. Cuánto horror.
Se consuelan creyendo que un hijo les garantizará una vejez feliz. Los tienen y los mantienen como una inversión, pensando en que serán su soporte para una vejez sin jubilación. Un hijo como un CDT a largo plazo, siempre presto a ayudar al padre, a dejarse manipular por él, a vivir el yugo castrador de su presencia llenadora. La verdad, si me hubieran dado a escoger, tampoco elegiría ser hijo.
Dar vida significa morirse un poco. Desapareces y lo que importa ahora es él, el irritante ogro que duerme en la cuna. Todos tus placeres perecerán. Te pondrán una pistola en la cabeza y te obligarán a madurar, a encanecer, a verter la energía en un ser tan imperfecto como tú mismo. Y vivirás preocupado y esa preocupación, por más que pasen los años, nunca desaparecerá.
En el sermón del domingo, el pastor de turno manda el mensaje con total claridad: creced y multiplicaos. Habitad los cochambrosos rincones de esta ciudad, en donde haya un espacio vacío llenadlo con un hijo. Dejad niños en las esquinas de los semáforos, debajo de los cartones de las plazas públicas, frente a la puerta de un hospicio o hacinadlos en un cuarto y oídlos entonar su lloriqueo constante. Tienen hambre y sed pero no hay nada de qué preocuparse, todo hijo trae del limbo un pan debajo del brazo.
Me encanta ver a los hombres de 30 años, en la flor de su mediocridad, justificar su intrascendente existencia solo por el hecho de ser papás. He visto como los más viles, los que durante años fueron oprimidos por sus jefes, son los que están más obsesionados con convertir a su primogénito “en un hombre de bien”. Para conseguirlo lo primero que hacen es castrar al niño, despojarlo de su energía vital y transformarlo en un idiota sin identidad, sumiso y miedoso que solo hará lo correcto y cuya máxima aspiración en la vida será parecerse lo más posible al prójimo.
Lo llevan al colegio y allí le cercenan de tajo toda esa belleza e imaginación que tenía adentro. Le muestran a un señor crucificado y sangrante que murió por él. “Debes sentirte culpable por estar vivo”, le advierten, y el niño toma la cruz y juega con ella pero la maestra inmediatamente le regaña y le muestra a esa fiel compañera que no abandonará al muchacho en toda su vida: la culpa. Todo aquello que le de gozo será sospechoso. Entonces aprenderá a ser infeliz, a estar haciendo lo que no le gusta, a temer a su padre y a toda la autoridad del mundo y a tragarse todo lo que piensa. Será un hombre decente, acoplado, hacendoso. En el colegio te enseñan todo lo que necesitas para ser un buen padre.
Dicen que hay padres felices en el mundo. No los envidio. El miedo de que a mi hijo le fuera a pasar algo no me dejaría vivir. La preocupación, afirman, es constante y no se acaba nunca por más viejo, feo y gordo que se ponga el chiquillo. Bastante me costó ser hijo para ahora aprender a ser padre. Me gustaría ser tan solo un individuo y pensar solo en mí. No quiero traer invitados a lo que alguna vez un pedófilo en África llamó, al ver a una multitud hambrienta, “El festín de la vida”.