Hace unos días rodó por las redes un video que rebosó la copa, o por lo menos que ha debido de hacerla rebosar: un canalla pegándole a una mujer. Le daba y le daba sin parar. Puños y patadas. La estrellaba contra el suelo y contra una pared y no paraba.
—Yo no sé cuántos siglos duró ese video.
Pero es que los videos de canallas pegándoles a mujeres abundan: pegándoles en la casa, pegándoles en el restaurante, pegándoles en el bus, pegándoles en la esquina. Les pegan en todas partes.
Se los digo de verdad: eso no era así.
Yo no recuerdo haberlo visto nunca en mi colegio. Ni en el kínder, ni en la primaria, ni en el bachillerato, ni en las fiestas de muchachos adonde tomábamos trago y nos dábamos besos.
Yo no recuerdo haberlo visto en Florida (Valle) adonde pasábamos vacaciones con los abuelos y salíamos a bailar en las discotecas del pueblo y en los balnearios del río.
Resulta que ahora no pasa un solo día sin que las noticias nos abofeteen con que violaron a una niña o con que apareció asesinada una mujer o con que una joven salió de su casa hace dos días y nadie sabe de su paradero.
Se los repito: de verdad eso no era así.
Y tampoco es -como dicen algunos- que eso ocurría pero que como ahora hay redes sociales, entonces sí se sabe.
—No. Eso no era así.
Yo no he podido dejar de aterrarme cuando leo, por ejemplo, sobre las miles de violaciones que cometieron las Farc ni cuando escucho los relatos de cómo sodomizaron a miles de niñas en sus campamentos. De la misma manera que tampoco puedo dejar de aterrarme cuando oigo a los pseudopacificadores intentar hacernos creer el embuste de que la guerra es así.
Se los digo de verdad: en el M-19 eso no fue así.
—Ni las mujeres del M-19 se hubieran dejado ni los hombres del M-19 lo hubiéramos permitido.
Ustedes creen que en un campamento adonde estuvieran Pizarro o Fayad o Bateman ¿alguien se hubiera atrevido a hacer algo así?
—No hay veinte riesgos.
Por la sencilla razón de que -también- “el mono sabe a qué palo trepa”.
Podrán llover mil explicaciones como aguaceros de sicología y de sociología y de ideología para intentar dar cuenta de esta barbaridad que nos están ocurriendo. No obstante, nadie podrá quitarme de la cabeza la convicción de que en Colombia los hombres están perdiendo hombría.
Cuando hago repaso de mi cultura familiar, no me cabe la menor duda de que la primera exigencia moral con que nos formaron es que los hombres tenemos la obligación de proteger a las mujeres de nuestra familia. Para nosotros, defender a nuestras mujeres es una exigencia indiscutible, innegociable, inaplazable, ineludible, imposible de incumplirla sin tener que renunciar a nuestra propia identidad.
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A mí nadie me dijo nunca la güevonada de que si veía a alguien pegándole a mi mamá o a mi mujer o a mi hija o a mi hermana, saliera corriendo a buscar a un fiscal que viniera a defenderlas
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A mí nadie me dijo nunca la güevonada de que si veía a alguien pegándole a mi mamá o a mi mujer o a mi hija o a mi hermana, saliera corriendo a buscar a un fiscal que viniera a defenderlas. Lo que siempre hemos tenido claro -y nuestras mujeres lo saben- es que los primeros que protegemos a las mujeres de nuestra familia somos los hombres de la familia.
—¿Se imaginan salir a pedirle a Barbosa que lo ayude porque el vecino le está pegando a la mujer de uno?
En nuestra cultura familiar a las mujeres se las forma, como primera medida, para que ellas se hagan respetar. Pero también a sabiendas de que ellas no están solas.
Socialmente hablando, yo creo que es muy importante que todo el mundo sepa que las mujeres no están solas, que todo el mundo sepa que las mujeres tienen en sus familias a los hombres que las defienden y que están dispuestos a hacerse matar por ellas. Es muy importante que todo el mundo sepa que en las familias de las mujeres hay verdaderos hombres.
Que no me vengan con cuentos de que esto que estoy diciendo es machismo. Todo lo contrario. Lo primero que pierde el machista para poder ser machista es la hombría. El machista, por definición, maltrata a las mujeres y eso es, precisamente: falta de hombría.
Que no me vengan con cuentos los hablamierdas de lo políticamente correcto de que estoy planteando la justicia por mano propia. Lo que estoy reivindicando es la conciencia, la dignidad y la hombría que conduzcan al autocontrol social sin el cual no hay ni leyes ni policías ni jueces que valgan.
Que no me vengan con el cuento de que inventarse cualquier disculpa para no enfrentar al canalla que viene a acabar con las mujeres de la familia es un acto civilizatorio y no cobarde.
Tenemos que volver a educar a nuestros hijos con un claro sentido de la valentía. Si no volvemos a educar en valentía, tendremos que seguir viendo a nuestras mujeres victimizadas por cuanto atarbán se pasee por el barrio.
Yo sigo formando parte de las generaciones que detestamos por igual a los atarbanes y a los cobardes.
Los que ya llevamos muchos años recorriendo esta vida, sabemos que hay momentos en que no nos queda más que la valentía para defender la dignidad.