Sentado y sin preocupaciones, un hombre de impecable camisa blanca y sombrero del mismo color observa desde lo alto del balcón de su apartamento cómo los rayos del sol bañan el horizonte y se repliegan calentando lentamente a la ciudad de Cali; sentado y preocupado, un hombre de ropa raída y desgastada entrecierra los ojos como tratando de que no se le escape el sueño, perdido ya durante la noche por las innumerables vicisitudes que acarrea el viaje desde su natal resguardo indígena hasta la tercera ciudad mas importante del Colombia: Cali. El uno empuña un arma, el otro un bastón de mando. El uno desea disparar, el otro dialogar. Se intercambian balas por palabras. Injusto trueque. Las calles de Cali se convierten en un teatro macabro; muerte y desolación: los protagonistas; lamentos y quejidos: el reparto secundario. Al fondo, el himno nacional. Pero no, no cesa la horrible noche.
Cali es un ejemplo de lo que la resistencia humana puede lograr cuando son las causas justas las que hacen latir el corazón de quienes deciden darlo todo marchando en las calles. Pero Cali también es un buen ejemplo de lo que sucede cuando la irracionalidad es mezclara con la barbarie. Un coctel, cual rojo de un Cosmopolitan, para el desastre.
Las imágenes hablan por sí solas: civiles armados disparando en ráfagas a la minga indígena (ver). Parece una imagen sacada de antaño, de otros tiempos; son los Hernán Cortes modernos, que, a falta de un arcabuz, se conforman con armas automáticas de alta cadencia y grueso calibre. En lo que hacen no hay honor alguno, pues solo existe cobardía en quien es capaz de dispararle a un inocente desarmado. No soportan ver al otro, al diferente. El odio los inunda cuando lo hacen; su vista se nubla, sus manos se arrugan y se convierten en puños que luego se teñirán con sangre inocente. Esa misma sangre que recorre hoy las venas de un ser que busca hacer valer sus derechos. Un ser que intenta desesperadamente reafirmar su dignidad, al tiempo que hace lo mismo con toda su comunidad.
¿Por qué el odio? ¿Por qué la falta de empatía con un otro que reclama lo justo? El hecho de ser empático no significa otra cosa que experimentar compasión por un otro sin discriminación alguna. La comparecencia implica el reconocimiento del otro, de su esencia. Una esencia ajena, diferente a la propia que se devela como única. Cuando se es empático se funda la existencia del otro dentro de la conciencia de sí mismo. El uno y el otro son uno mismo. Quien niega al otro niega su existencia, pero también la de sí mismo. Luego, ¿no es necesario el otro para reconocernos como una mismidad? El otro, en consecuencia, es necesario para reconocer al yo. Reconocerlo como proyecto, como un ser inacabado, inmerso en una lucha constante por definirse.
Negar al otro es tarea sencilla; solamente se necesita fuerza bruta y nula capacidad moral para hacerlo. Afirmar al otro, sin embargo, es algo más complejo. Implica hacer un reconocimiento total del otro. Observar su rostro; verlo como un igual en todo sentido. Reconocerlo como un sujeto libre que ha de hacerse así mismo, consigo mismo, pero también, en sociedad. Aquellos que buscan la negación del otro, al punto de llegar a contemplar su aniquilación, solo muestran con ello su habilidad para castrar las libertades ajenas. Libertades de realización. Libertades de definición.
Libertad, esa palabra escrita en paredes y cartulinas que todos anhelan llegue algún día a este país. Hoy es más necesaria que nunca. Pero es mas necesario hoy corazones dispuestos a latir por ella y pies prestos a olvidar el cansancio recogido en las calles de tanto marchar y resistir. Resistencia, necesaria. Libertad, imprescindible. Empatía, la solución.