“Yo me llamo”: cómo asfixiar el gran talento
Opinión

“Yo me llamo”: cómo asfixiar el gran talento

Lamentable que un espacio de primera audiencia esté centrado en ensalzar, y valorar la capacidad de imitación, tal cual reflejo de nuestra clase dirigente, poco afín a la creatividad e innovación

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enero 06, 2020
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Que Yo me llamo sea un programa de alto rating, en este país de pocos canales de TV de cobertura nacional, es solo el reflejo de una cultura de la imitación que, durante mucho tiempo, ha sido la bandera de una clase dirigente poco afin a la creatividad y la innovación.

Había una alusión, cliché, al tema, por allá en los 80: que la clase alta colombiana quería ser inglesa, la media de Miami y la baja de México. Al menos podían encontrarse buenas prácticas buscando tales patrones. Pero, ¿promover, literalmente, la imitación?

Lo de Yo me llamo, obviamente, es un cuento de billete y lo que dé rating, pues bienvenido por quienes lo arman. No de otra manera se entiende la masiva promoción del asunto. Me costó trabajo escuchar a los serios panelistas de opinión y su juicioso director de Blu, en la emision de la mañana, así como en otras emisoras y programas de opinión, realizar la respectiva propaganda. De Suso, un tipo intelígentisimo, ídem. Órdenes son órdenes, de manera que es comprensible la obediencia.

Que un espacio de primera audiencia esté centrado en ensalzar, valorar y calificar individuos por su capacidad de imitacion a personajes de la farándula internacional, física y artística, es lamentable. Y que el rating esté por las nubes, es solo el reflejo de lo lejos que nos encontramos, como sociedad, de la capacidad de construir canales para movilizar los grandes talentos de los colombianos, atorándolos en la imitación terminal. Talento tenemos. En éste ámbito, el de las extraordinarias producciones que se han exportado, de nuestros productores, de los actores , hoy abrumados con el desempleo, de los estupendos guionistas, de los músicos y compositores.

Claro que sí: de alguna manera, la vida es un proceso permanente de imitación. Los más pequeños aprenden la lengua replicando los fonemas que escuchan, armando sus primeras palabras y frases, interactuando con el mundo que les rodea. Y, mas allá del lenguaje, los niños se apropian de la cultura de los adultos, de sus valores y creencias, porque los perciben y los siguen.

Los adultos, por nuestra parte, somos imitadores a gran escala. La globalización es un cuento viejo que se ha acelerado con el despliegue de las tecnologías de la información. Hoy suena a prehistoria, pero la “estandarización" de comportamientos no es tan antigua. Los discursos de Mussolini y Hitler podían ser escuchados en onda corta en radio en cualquier parte de Europa, medio imprescindible para la conformación de un ideario fascista a escala continental. Y, claro, la contra también: los de Churchill también pudieron difundirse y por esa vía ofrecer la esperanza de que la derrota de Hitler era una posibilidad real.

Mucho antes, la revolución industrial inglesa, con lo que representó en los cambios radicales en los patrones de consumo y producción, fue replicada en Alemania y Francia, luego en el resto de Europa y después en el mundo entero. De manera que, trátese de moda, música, pintura, literatura, modelos pedagógicos, administracion de negocios, deportes, idearios políticos, ciencia y tecnología, estamos tan interconectados que resulta imposible sustraerse a las distintas olas y revoluciones.

 

No hay riesgo en afirmar que en Colombia,
un país en el que la cultura de innovación es bastante escasa,
los ratings de un programa como ´Yo me llamo´ sean campeones

 

 

Sin embargo, los procesos de apropiación se han caracterizado por valores agregados de creatividad que hacen que las innovaciones, en todos los terrenos, estén a la orden del día en muchos lugares del planeta. Claro, cabe la metáfora del enano en los hombros del gigante, que puede ver más lejos que quien lo carga. Los cambios incrementales, que llaman. Y, también están los cambios disruptivos, los que alteran de manera sustancial el modo de vida de la gente, como lo fueron en su momento, las “doras” (lavadora, secadora, etc.), el casette, el CD, el fax, el VHS y, por supuesto, hoy, el iPhone y sus émulos, el internet móvil, la nanotecnología y la inteligencia artificial, la biotecnología y la computación cuántica, que nos asombran a diario.

¿Quién hubiera dado un peso, hace tan solo sesenta años porque Corea fuera hoy potencia tecnológica? ¿O que los carros y los equipos de telecomunicaciones chinos estuvieran desplazando a los rivales gringos y europeos que dominaron los mercados por décadas? ¿O que los modelos de negocios, en tan solo dos décadas, hayan cambiado la estructura de las bolsas de valores?

Póngale la firma, como lo afirma el dicho criollo: educación, innovación, ciencia y tecnología con visión de largo plazo, son las respuestas, sea en los Estados Unidos, Corea, Alemania o China.

No hay riesgo en afirmar que en un país, Colombia, en el que la cultura de innovación es bastante escasa, los ratings de un programa como Yo me llamo sean campeones. Es el reflejo de la explotación comercial de una cultura que se satisface con la imitación.

Pues sí: qué buena la globalización, estupendo que también exista Netflix, que haya la oportunidad de sintonizar buenos noticieros y programas de entretenimiento, de comparar y elegir. A veces, acá, la sacamos del estadio. Pero no promoviendo la imitación.

Publicada originalmente el 30 de septiembre de 2019

 

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