Yo fui al funeral del narco Iván Urdinola

Yo fui al funeral del narco Iván Urdinola

Así despidieron al capo del Cartel del Norte del Valle

Por: Irina Juliao Rossi
octubre 23, 2013
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Yo fui al funeral del narco Iván Urdinola

A Iván Urdinola Grajales y a mí, nos unió la muerte, la suya. En vida, este capo jamás escuchó de mí, y a decir verdad, yo, tampoco de él. Hasta ese 25 de febrero de 2002, cuando el destino nos puso frente a frente.

Mientras él ignoraba de mí, lo poco experta en reportería judicial y mi gusto por las notas culturales y deportivas, yo, desconocía que este hijo de El Dovio, 24 horas antes, había sido hallado en el piso de su celda botando espuma por la boca.

Esa mañana la radio anunciaba su muerte por presunta intoxicación, apuntes que me sirvieron para conocer más del sujeto que a sus 41 años, purgaba una condena en la máxima cárcel de Itagüí. El mismo, al que debía registrar en una nota, que por cruces del destino, me tocó cubrir. Las autoridades y medios de comunicación lo tenían reseñado como partícipe de la masacre de Trujillo, Valle del Cauca, el mismo capo que tiempo después (1992) fue capturado en Zarzal, municipio cercano a su natal Dovio, y condenado a 17 años de cárcel, pero, que justo, 15 días antes de su muerte, había recibido una segunda pena (12 años), esta vez, por tráfico de droga.

El verano de ese febrero nos regaló un sol enardecido y prepotente, mientras el cielo vestía su lúcido azul y las nubes, su límpido ajuar. Las montañas que alimentaban la cordillera occidental, parecían más vivas, como estrenando pintura.

Si no hubiera sabido de antemano que iba al sepelio de Urdinola, como cualquier desprevenido colombiano o forastero de estas tierras ancladas en el norte del Valle, pude haber creído estar en presencia del cumpleaños de El Dovio o tal vez, en el aniversario más de su centenario samán, sembrado en el corazón de la plaza. Hasta hubiese creído que las banderas patrias que adornaban las ventanas de las casas y el carro de bomberos recorriendo las calles principales, se debía, a cualquier otra fiesta o a la llegada de algún circo teniendo bajo su carpa, más que atractivos payasos.

Pero no era así. Por azar fui elegida a cubrir el sepelio de Iván Urdinola Grajales ante la ausencia de mis dos compañeros que cotidianamente cubrían esa fuente judicial para El País de Cali. Hasta ese entonces era ajena a esas noticias, me había quedado desde tiempo atrás con la imagen del cuerpo inerte de Pablo Escobar Gaviria que los medios de ese entonces, sin saciedad, nos mostraban, y peor aún, creía que el narcotráfico había sido sepultado con su muerte.

Camino a El Dovio en un taxi expreso, sus tres ocupantes (taxista, reportero gráfico y yo) seguíamos los detalles que la radio emitía sobre el sepelio. Habíamos partido desde Cartago y nos esperaba un viaje de menos de dos horas, tiempo en el que ignorábamos la difícil tarea que nos deparaba al llegar.

La mente fue dándole forma a la realidad cuando en la entrada al pueblo, un retén de la Policía nos detuvo, exigiendo documentos de identidad, mientras, para asombro de todos nosotros, dejaba pasar los carros últimos modelos, polarizados y otros blindados. Los nervios comenzaron a asomarse cuando caminando por la calle que conducía al ancianato de Emma Grajales (mamá de Urdinola) donde se oficiaba la misa, en ambas aceras estaban las lujosas camionetas y convertibles, y al paso, recostados a ellos, una hilera de hombres y mujeres vestidos de negro y malacarosos.

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Todavía ignorando el desenlace y creyendo que tenía en mis manos el gran cubrimiento noticioso, no pudimos, mi compañero y yo, dar un paso más porque dos hombres nos lo impidieron, preguntando quiénes éramos y al saber que veníamos de un medio, atinaron a decir: ¿Acaso ustedes ven más cámaras y periodistas?

Con un directo “No los queremos aquí, váyanse y dejen al patrón descansar en paz”, optamos por no insistir y buscar otro ángulo donde al menos, se pudiera capturar alguna imagen que valiera el sustico.

Pero más demoramos en darle la vuelta a la plaza y recobrar el color en las mejillas -al tiempo que nos ubicábamos en un buen puesto para lograr el objetivo- cuando volvieron a aparecer los dos personajes, esta vez, en una moto, y escoltándonos, nos sacaron del pueblo con palabras lapidarias que traducían: “¡Aquí no los queremos, váyanse por su bien!”.

Tardé al menos tres años más para volver a subir a El Dovio, esa vez, lo hice para hacer una crónica del viejo samán que estaría en peligro de extinción. Ese día no hubo banderas ni carro de bomberos.

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