Tenía un poco más de siete años cuando decidí, sin pensarlo mucho, lo que sería mi futuro profesional: cartero. En aquel entonces asistía a la escuela primaria, era un neófito en los asuntos de la academia y con dificultad podía escribir mi nombre, aún más leerlo. Aunque ya había asistido tres años de mi corta existencia a un centro que los profesionales en pedagogía llaman parvulario, aquel lugar no era más que una finca con piscina, árboles frutales, columpios y la mejor oportunidad que tienen los padres de un hombrecito en formación de ir responsablemente al trabajo y hacer rico a alguien más.
Mi madre putativa, a la que todavía a mis treinta y tantos abriles le digo mamá, tenía toda la potestad que una madre de pago puede tener con un hijo que no es suyo: procuraba darme de comer a tiempo, alcanzarme el papel sanitario cuando terminaba imperiosas necesidades y mirarme por el rabillo del ojo mientras concebía sus bordados de encaje, hilo y seda. Era mi madre de lunes a viernes entre las doce del mediodía hasta que moría la tarde.
Fue en 1990. Mientras esperaba a la biológica, mi madre de doce a seis me cuenta que uno de sus planes es viajar a los Estados Unidos y proyectaba hacerlo pronto, en algunas semanas. Recuerdo que con vehemencia le pregunté si era un viaje para hacer en avión y cuando asintió a mi pregunta mi emoción fue incalculable: era la primer persona conocida que haría tal proeza, la de viajar en un aparato más grande que una casa cuyo milagro consistía en no caerse por su propio peso.
La extrañé, sí. Ya no era hijo de la casa pero la costumbre me obligaba a ir casi todos los días. Sentarme a solas en la sala de estar con el viejo Leo no era una actividad que me regocijara, pero por costumbre muchos hombres han sucumbido. Hablábamos poco y cuando lo hacíamos era sólo para conversar de la que seguía siendo su esposa y la que fue mi madre de lunes a viernes. Creo que ambos, cuando guardábamos silencio, pensábamos en ella de diferente forma. Quizá él extrañaba su sexo, yo extrañaba las sopas con excesivo sabor a comino.
–Don Leo –le pregunté con un dejo de nostalgia, ¿ella ya llamó?
El hombre, de carácter fuerte y pocas palabras, me contó que esos menesteres no se los podía permitir una persona como ella, porque una llamada desde tan lejos, aunque fuera sólo para decir hola y adiós, costaba más dinero del que se podía gastar alimentando a un niño –como yo- durante semana y media.
Eran pasadas las tres, ya había almorzado en casa de mi biológica y mientras hacía la digestión en la casa de mi madre de pago, a la puerta llegó un hombre que, con cara de tener pocos amigos, pregunta sin adentrarse por completo a la casa:
--¿Don Leonel Mesa?
Sin emoción alguna por parte del personaje de uniforme azul –que era como vestían los funcionarios de Adpostal-, y sin desconcierto por parte del destinatario de aquella lánguida correspondencia, vi por primera vez una carta escrita a mano y embalada en sobre blanco marginado con rayas azules y rojas.
Supe esperar, como saben esperar los amantes de otrora, a que el señor de la casa leyera su epístola para luego pedírsela prestada. La leí como quien lee la sentencia que te condena a cien años de prisión: con desánimo y la esperanza de encontrarse con un “pero”. Habló de ella, sus padres, sus hermanos, de sus sobrinos y calor del verano, de ese que puede derretir el asfalto y permite freír un huevo en el capó de un auto.
Me despedí del don con cierta amargura, aunque regocijado por tener la oportunidad de leer algunas palabras manuscritas provenientes de tierras extrañas, aunque éstas no fueran para mí. Y me despedí no sin antes decirle al hombre que, cuando tuviera oportunidad, le dijera que me escribiera algo, porque me gustaría leerla.
Supe esperar, pero no paciente. Un día cualquiera, no el mismo hombre con cara de tener pocos amigos, pero si con el mismo uniforme, tocaron a la puerta y, como cualquiera de mis amigos de infancia, me llamó haciendo uso de mi nombre de pila. Me entregó un sobre proveniente de Boynton Beach-FL. Antes de abrirlo, y procurando no desfallecer en el intento, llevé aquel sobrecito a mi nariz para adivinar de inmediato un aroma a muñeca nueva, porque todo lo que se hace en los Estados Unidos huele a eso, a barbies sin estrenar.
Noviembre 28. 1990
Querido Alfredo, espero estés muy bien, estudiando muy juicioso y siendo muy obediente con su papá y su mamá. Saludes a su papá y su mamá.
Pórtese bien y que Dios lo bendiga y lo acompañe siempre. Te mando un dólar con mucho amor.
Lo quiero mucho.
María
Con dificultad pude leerla, pero no vi ninguna en saber, desde ese momento, cual sería mi profesión de ahora en adelante. Sería el hombre de las noticias, el que lleva recados, el que entrega letras y dólares que parecen recién salidos de la imprenta a madres que extrañan a sus hijos, a esposas que esperan noticias de sus amantes. Quería ser un cartero, pero de los buenos.
Un buen cartero, a mi parecer, es uno que se sienta una tarde completa, en la comodidad de la sombra de cualquier arbusto de jardín, a leer cartas ajenas. Es el que se inmiscuye en la correspondencia de los demás, para llegar hasta la casa del destinatario de la epístola y decirle:
–Hola doña señora. Su esposo le acaba de escribir desde tal parte y le manda a decir que está muy bien, que ya consiguió empleo y mejoró de salud. Que en un par de meses le manda el dinero que necesita para ponerle piso nuevo a la casa y que saludes a los niños. Que en la foto está en un puente muy famoso de Nueva York y que aunque hace frío se siente muy a gusto, aunque los extraña mucho. Acá le dejo su carta.
Eso, para mí, era el buen oficio de alguien que se pueda jactar de ser cartero. Por mucho tiempo me paseaba por el barrio, con la esperanza de ver a un cartero y seguirlo para saber a quién entregaba tantos sobres. En varias ocasiones me vi tentado a preguntarles de donde las enviaban y si sabía, y me podía decir, que contenía cada una de ellas.
Si bien mi mayor anhelo ya no es entregar sobres puerta a puerta, y menos en tiempos donde la gente sólo recibe por parte del cartero únicamente facturas del agua y el gas con cifras de seis dígitos impresas en arial y negrilla, o advertencias del banco informando de la deuda pendiente, todavía tengo la sana costumbre de querer saber, cada que me acerco a Envía o Servientrega, el destinatario, la ciudad o el país de quien pronto recibirá el paquete –casi todos con mercancía- que sostienen los clientes mientras esperan ser atendidos con disimulada paciencia.
Ya no quiero ser cartero, pero todavía acaricio la idea de tener a alguien que, con la especial emoción que yo siento al escribir una carta, pueda sentir la misma al recibirla mientras espera pacientemente, en el sillón de su casa, a que el cartero llame a su puerta y diga su nombre mientras le hace entrega de aquel sobre blanco con márgenes de rayas azules y rojas.