Hoy se cumplen 20 años desde que entré a mi primera clase de IA, todo un punto de inflexión en mi vida. Aquella clase germinó en una tesis, una pasantía, luego en una maestría, después en otra, seguida por un doctorado y finalmente en un posdoctorado, todo en IA. Como si fuera poco, durante casi una decada he sido profesor universitario en este tema, así que, simplemente, no me imagino mi vida sin mi pasión por la IA. Todo cuanto poseo, todas mis finanzas, están sustentadas en trabajos que he realizado a lo largo de la vida con IA. Cuando un joven que acaba de conocer a ChatGPT dice “yo amo la IA”, no dice lo mismo que cuando yo digo “yo amo la IA”. ¡Yo amo la IA!
La IA durante años se erigió como es enigma sombrío, cuya existencia se debatía entre el desconocimiento y las referencias puramente hollywoodenses. Me sentía excéntrico y hasta esotérico hablando de Redes Neuronales Artificiales, Visión por Computadora e IA. Es por eso que hoy me siento invadido en mi esfera íntima, pero también contento, al ver a todos opinando y diciendo “Yo amo la IA”. Fui testigo pasivo del surgimiento de los ordenadores, los teléfonos móviles e incluso las redes sociales. Mas ahora, me siento coprotagonista de esta, para muchos, una novedosa invención que transformará el mundo a un ritmo exponencial. He caminado a su lado, acompañando a la IA como un padre orgulloso, durante su metamorfosis desde que era aquel embrión que descubrí hace 20 años en forma de perceptrón, hasta el adolescente contestatario que es hoy ChatGPT.
He observado con cierto asombro cómo la humanidad juzga a la IA en dos niveles, uno teórico y otro empírico, los cuales se enzarzan en una danza contradictoria. En el ámbito teórico, claman por un dios omnipotente al cual crucificar tras un fallo en una respuesta. Pero en el empírico, se sienten seducidos por la imperfección, como si de un cuadro inacabado se tratara. Pongamos por caso las recientes aplicaciones de IA que transforman texto en audio con voces sintéticas. Si la lectura del texto resulta plana y robótica, el coro unísono exclama: “Se nota lo 'fake'”. Pero cuando la lectura se asemeja a una imitación perfecta, repleta de muletillas - “uhm”, “ehh” -, pausas pensantes, tomas de aire y tempos variados, entonces “¡Wow! Parece un humano”, dicen todos embelesados. ¿Al fin qué? ¿Que sea perfecta o que se equivoque? Ahí está la contradicción entre el juicio teórico y empírico de la gente.
Yo digo qué se equivoque. El propósito primordial de la inteligencia artificial siempre ha consistido en emular el razonamiento humano, no el divino. Desde luego, aspiramos a que sea extraordinariamente perspicaz, pero es que solamente en la medida en que nos vemos reflejados en ella, nos sentimos cautivados e incluso atemorizados por su habilidad. Cuando su perfección es manifiesta, como en una voz monótona y mecánica, no albergamos dudas de que estamos interactuando con un simple robot. No obstante, si percibimos en ella, con cierto recelo, una imitación exquisita de nuestros más íntimos patrones mentales, entonces vienen las preguntas: algunas mundanas, como ¿es consciente, puede sentir? y otras más filosóficas, como ¿me va a quitar mi trabajo?
Sí, la IA va a eliminar muchos trabajos, pero eso no es un problema. Hace dos décadas, existían miles de ascensoristas que ya se extinguieron. Sin embargo, en aquel entonces no existían los miles de ingenieros que en la actualidad trabajan en empresas como Facebook y OpenAI, por mencionar algunas. Los empleos evolucionan: aquellos que parecen esenciales, eventualmente se vuelven mecánicos y anticuados, son finalmente maquilados y, entonces, permiten a los seres humanos enfocarse en tareas de mayor envergadura intelectual. Esta situación guarda paralelismos con lo ocurrido durante la Revolución Industrial, de la cual también salimos avante. De hecho, hoy, una de las profesiones más cotizadas en la industria tecnológica de los Estados Unidos es la del ingeniero de "prompts", consistente en plantear preguntas apropiadas a ChatGPT para obtener respuestas eficientes para una compañía. Un dato más: se estima que el 60% de nuestros nietos desempeñarán labores aún no inventadas.
¿La IA siente y es consciente? La respuesta es un rotundo no. La base de la IA es meramente computacional y se rige por una sintaxis rigurosa, sin ninguna semántica implícita. La consciencia de una IA respecto al mundo y su propia existencia es la misma de esta multiplicación "2x2=4". En esencia, la IA se fundamenta en cálculos matemáticos que se ejecutan a velocidades pasmosas. Entonces, ¿lo será algún día? La incertidumbre reina en esta cuestión. La razón es nuestra falta de comprensión sobre cómo el cerebro humano genera la consciencia y si para ello es indispensable el tejido nervioso. Un ejemplo ilustrativo es la creación de corazones artificiales. Fue posible desarrollarlos una vez que comprendimos que no es necesario el tejido cardíaco para bombear sangre; sino que se puede hacer con caucho. En el caso de la consciencia, también debemos descubrir primero cómo funciona en el cerebro humano, pero este sigue siendo el enigmático "problema difícil" de la neurociencia.
¿A dónde vamos? ¿Cómo cambiará el mundo con la IA? Tampoco lo sabemos. Intentar anticipar el curso del progreso tecnológico es de incautos. En los 90s, todos pensábamos que para el año 2000 los carros volarían. Pero no fue así. En cambio, nadie se atrevió a predecir en los 90s el advenimiento de TikTok o las redes sociales. Para no ir más allá, pensemos en Mark Zuckerberg, que apostó todo, incluso el nombre de su empresa, al metaverso. Lo hizo pensando que la tecnología viraría acorde a sus intereses. Pero no fue así, ahora mismo está sentado en una mesa de juntas en Silicon Valley, evaluando la posibilidad de cambiar de nuevo ese nombre.
Sin embargo, el insólito episodio de una hora del podcast de Joe Rogan, cuyo guion íntegro (preguntas y respuestas) fue tejido por ChatGPT e interpretado por un software de IA que clonó y emuló las voces de Joe Rogan y su presunto invitado (el CEO de OpenAI); podría arrojar luz sobre el rumbo que tomamos. En apenas tres minutos de escucha, el oyente olvida la naturaleza ficticia de la charla y se sumerge en el diálogo entre los interlocutores como si fuese una conversación auténtica. Este fenómeno inmersivo es conocido en neurociencia como Realismo Perceptual, y lo veremos pronto emergiendo en más lugares. Anoche, en Fox News, pude ver a su flamante presentadora virtual, a quien subyace una IA capaz de convertir texto en vídeo. Si la IA sigue generando contenido que es sensorialmente indistinguible de la realidad, es evidente hacia dónde nos dirigimos: ¡hacia 1999! La película se llamó Matrix.
Me asalta una duda como colofón a este texto. Si la IA se entrena con todo el contenido virtual que existe en internet, ¿qué va a suceder el día en que todo ese contenido haya sido creado por ella misma y se tenga que reentrenar?