A comienzos del siglo, el proyecto político que hoy gobierna el país, tomó fuerza con una condena disfrazada de diagnóstico: la fracasada negociación del gobierno Pastrana en el Caguán, era la culpable de la crisis del país. El candidato Álvaro Uribe, que había sido consistente en su crítica al Caguán, se disparó en las encuestas ante el colapso de las negociaciones y, hábilmente, mezcló un discurso independiente, aparentemente por fuera de los partidos tradicionales, pero que contaba con el apoyo de los políticos tradicionales, liderados por Germán Vargas Lleras. Condenaba a los partidos, pero aceptaba el apoyo de los grandes clientelistas, empezando por los mayores, los que terminarían en Cambio Radical. La faceta independiente era atractiva para las clases medias más urbanas, que en ese entonces empezaban a condenar la politiquería tradicional de liberales y conservadores, y la faceta de recibir apoyos clientelistas en privado era útil para aceitar la política regional. Esa estrategia ha sido particularmente clara en Antioquia: además de promover jóvenes “independientes” y “técnicos”, de buena aceptación en las clases medias y altas, el uribismo se dedicó a reencauchar a los jefes de la política tradicional, Luis Alfredo Ramos y Fabio Valencia Cossio, que a finales de los 90 habían sido los grandes enemigos de Uribe. Hasta golpes hubo, mientras contaban unos votos. Todos se acomodaron.
Mezclar discursos y formas no es algo nuevo en la política. Se decía entonces, por ejemplo, que Víctor Renán Barco leía The Economist en Bogotá mientras más manejaba en Caldas una de las maquinarias más poderosas y sangrientas en el país. Darío Echandía decía por esto que Colombia era un orangután con sacoleva. Pienso que fue más novedosa la estrategia de ganar con la condena como eje de la campaña. Es una hipótesis para evaluar. La condena a la decisión política del Caguán funcionó y, ya en el poder, el uribismo encontró un terreno fértil para mantener la gobernabilidad: seguir condenando a las Farc. Funcionaba porque se conectaban con el sentir mayoritario de desprecio a las Farc y porque Uribe encabezaba personalmente esa lucha. Iba a las carreteras, iba a los pueblos, iba a Washington, a donde le tocara, a condenar a las Farc. Y no era solo un discurso: todo el tiempo había acciones de gobierno contra la guerrilla, ataques fuertes y sin mayor interés por los derechos humanos. El que se atravesara, llevaba, porque no estaría recogiendo café, decían. Después de su derrota en el referendo de 2003, Uribe decidió abandonar lo que le quedaba en su intento de independencia, “contra la politiquería y la corrupción”, y se entregó a la política tradicional en el Congreso y en las regionales. El fin justifica los medios.
Los otros elementos del discurso - “corazón grande”, “cohesión social”, “confianza inversionista”- ocuparon siempre un segundo plano frente al discurso de la condena que se expresaba bien en el contenido de la “seguridad democrática”. La condena tenía una promesa: si se acaban las Farc, se acaban los problemas. En política se suelen buscar rivales y camorra: es efectivo si se hace bien. Las Farc eran un gran enemigo por lo fácil de destrozar en la narrativa: violentos, sanguinarios y vacíos de contenido político. Durante esos ocho años iniciales del uribismo, escuchábamos entonces que, si había un problema, era por las Farc. Cualquiera que fuera. Y cualquier solución, si salía mal, era por las Farc. Entonces había falsos positivos, operación Orión, entre otras, pero decían desde el poder: “es que las Farc”. Ese discurso, infortunadamente, lo creyó una buena parte del país, bastante tiempo.
Vino Santos, con la promesa del camaleón, de continuar en la búsqueda del tesoro, el país que podríamos ser, el Japón de América Latina, solamente impedido por las Farc. Con el apoyo de Odebrecht, derrotó a la Ola Verde en 2010. Santos sabía que la estrategia que había aguantado Uribe durante ocho años, la seguridad democrática, estaba agotada y que el fin de las Farc tendría que venir por una negociación. Uribe también sabía pero, cuando no se hizo lo que él quería y al ver que la oligarquía bogotana diseñaba el proceso de paz, abandonó ese barco y encontró el uribismo un nuevo discurso: la crisis es culpa de Santos. No importaba que “la crisis” viniera después de ocho años de haber estado en el poder y que la carrera electoral de Santos fuera un invento de Uribe. El enemigo no era tan rentable como las Farc, pero siendo Santos anticarismático, clientelista, y tan distante como es posible del colombiano promedio, funcionaba. Siguiente condena disfrazada de diagnóstico: la culpa es de Santos.
La estrategia volvió a funcionar, eventualmente. Ganaron con el No en el plebiscito por la paz y la presidencia con Iván Duque. El gobierno Duque empezó sin norte, que difícilmente podía pedírsele a un líder que nunca había liderado nada. Uribe sabía el riesgo que asumía, pero era mejor no tener norte que perder todo. Entonces, rápidamente volvieron a lo que sabían, a la condena: los problemas del país eran culpa de Santos. Eso no es nuevo: cuando la oposición gana, suele empezar con el espejo retrovisor. Es natural, a lo mejor es razonable también. Pero eso tiene un límite, en algún momento quién manda asume alguna responsabilidad. En algunos casos excepcionales, asume todas las responsabilidades. Acá no, hasta el paro nacional de noviembre de 2019, más de un año después de su posesión, el uribismo en el gobierno nos tenía con el cuento que Santos –retirado de la política- y las Farc –tan despreciadas como siempre- eran los culpables del problema. Ninguna introspección, diría el psicólogo.
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El paro de 2019 no era contra Santos ni contra las Farc, era contra el uribismo y su gobierno, flojo, ineficiente, politiquero tras bambalinas
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Pero la gente ya no se creyó más el cuento de la condena. Por eso mismo, el paro de 2019 no era contra Santos ni contra las Farc, era contra el uribismo y su gobierno, flojo, ineficiente, politiquero tras bambalinas. El gobierno trató de cambiar la estrategia cuando entendió que lo de las Farc y Santos se había agotado, decidió entonces que iba a conversar con los ciudadanos. Curioso, se había demorado más de un año en hacerlo. La conversación ciudadana no logró nada, pero el gobierno encontró un aliado inesperado: la conducción del paro, o su ausencia, terminó por agotar a la ciudadanía. Más que apoyo al gobierno, la gente se cansó de la violencia de lo que quedaba del paro. No hizo falta recurrir más a Santos y a las Farc, bastaba con que el paro se autodestruyera.
Vino la pandemia y todo se paralizó. Hasta el mes pasado cuando empezamos a vivir unas de las semanas más difíciles de la historia reciente del país. La gota que derramó el vaso, hay que recordarlo, fue la desastrosa forma en la que el gobierno condujo la presentación de la reforma tributaria. Con inmensa prepotencia, Carrasquilla lanzó al agua una reforma, sin defenderla ni explicarla, mandó a sus “técnicos” a un par de entrevistas y dijo que estaba buena, que era “técnica” y que, si no les gustaba, no había plata, ni gasto social. Que vean a ver qué hacen, les gusta o nada. Ni Duque la entendió. Cuando le tocó explicarla, dijo que no entendía porque le habían metido tanta cosa. Uribe, en su casa, pegado del techo porque si algo ha aprendido es que gobernar es explicar. Hizo un par de semanas de jefe de oposición al presidente que se inventó.
Esa fue la gota. No fue Petro, no fue Maduro, no fue el ELN, no fueron bots de Rusia. Fue el gobierno y su incapacidad. Ante un descontento acumulado, solo faltaba eso, una gota. Después, el gobierno se dedicó a ignorar el paro, luego a poner vídeos de Duque maquillado en la Casa de Nariño rodeado de militares, luego a decir que sí había un problema pero que era de unos vándalos. Mientras tanto obviaba lo evidente: alrededor de 80 % del país apoyaba que hubiera un paro. Duque mandó al incendio de Cali a unos funcionarios, bien intencionados seguramente, mientras seguía escondido, ocupado en alguna otra cosa. Después, y acá ya había pasado más de una semana, entendió que la situación requería su presencia. La solución: decidió ir en la madrugada a decir un par de cosas. Plop.
Probablemente, ya era muy tarde. La rabia se ha acumulado, las molestias ante la mediocridad en el poder son mayoritarias, y el paro aprendió parte de la lección del 2019, se ocupó de buscar más legitimidad y más contenido político. Ante un país tenso, dividido, movilizado, el gobierno no tiene capacidad para señalar una ruta. No sobra recordarlo: el gobierno es el que tiene el poder. Esta semana, ante la rebaja de Standard and Poor a la calificación de Colombia, empezamos a ver cuál sería la nueva estrategia: culpar al paro. No hubo reflexión sobre las consecuencias de la reforma que este mismo gobierno hizo hace un par de años, no hubo comentarios sobre el manejo del paro por parte de este mismo gobierno que fue elegido para solucionar los paros. No: el paro, sea eso lo que sea, tuvo la culpa.
Y el paro ya empieza a jugar con fuego: la mayoría del país que apoyó su inicio, cómo ya había acompañado los cacerolazos ciudadanos de finales de 2019, no va a apoyar ni un bloqueo más ni un acto de violencia adicional. El capital político que tiene, y que ya ha usado para tumbar a Carrasquilla, a la reforma tributaria, a la reforma de salud, a la Copa América, se va a agotar. El gobierno lo sabe y, ante la incapacidad de proponer algo más, jugará la carta que mejor ha funcionado: echarle la culpa a algo. Esta vez, nos dirán, el paro tuvo la culpa. Uribe, se frota las manos, y anuncia: yo les digo quién nos arregla el problema en el 2022, háganme caso.
@afajardoa