Hace mucho tiempo no leía algo tan inquietante. Durante los últimos 30 años, la profesora Sherry Turkle, (una destacada socióloga y sicóloga del prestigiosos Instituto de Tecnología de Massachusetts M.I.T) decidió observar el nacimiento y transformación de las relaciones íntimas y personales entre los humanos y los avances y objetos tecnológicos. Aunque al comienzo de sus investigaciones mantuvo una perspectiva favorable ante ellos, su último texto, Alone Together (que personalmente traduciría como “Tan Cerca, Tan Lejos”), insiste en el peligro existencial -e inminente- que representa el uso obsesivo e inadecuado de muchas tecnologías: desde juguetes con falsa capacidad de aprendizaje hasta las interacciones diarias en Facebook con extraños pasados por amigos. Sus conclusiones llegan a ser tan claras como perturbadoras.
De la mano de cientos de testimonios de personas de distintos orígenes, educación y edades, Turkle manifiesta su onda preocupación filosófica y humana ante nuestro comportamiento hacia la tecnología. En particular, el capítulo segundo de Alone Together llamado “Networked” trae una serie de reflexiones sobre los riesgos -presentes y futuros- de la confusa y peligrosa “virtualidad”. Sus consideraciones incluyen la curiosa -y a veces penosa- transformación de palabras de uso común, que ya no son lo que solían ser: intimidad, privacidad, amor, amigo e incluso persona. Sin duda, el masivo uso de las redes sociales trae consigo un nuevo mundo en el que -atreviéndome a simplificar la opinión de la profesora norteamericana-: ya no somos y ya no estamos.
Ya no somos. En la actualidad dedicamos bastante tiempo y esfuerzo a las representaciones de nosotros mismos que lanzamos al ciberespacio. Somos otros en la virtualidad. Escenas llenas de felicidad y prosperidad, amores intocados y eternos, familias y trabajos de ensueño, ocultan la totalidad de nosotros mismos. Incluso las exhibiciones de tristeza, desesperación o dolor son calculadas y excesivas. Ya nada es espontáneo.
Dedicamos bastante tiempo y esfuerzo a las representaciones
de nosotros mismos que lanzamos al ciberespacio.
Somos otros en la virtualidad
En cuanto a la exposición constante de nuestras emociones y dada la precariedad de la tecnología (Turkle compara el ahora famoso “texting” con el clásico y limitado telégrafo) nos es imposible expresar nuestras emociones a plenitud a través las redes sociales. Hacemos parte de una generación de personas que varias veces -y desde que hemos podido hacerlo- ha cultivado apegos enfermizos y sufrido desengaños dolorosos con otros que no conocemos lo suficiente o siquiera hemos visto en la vida. A esos otros -los llamaré los íntimos extraños- ofrecemos un capítulo abreviado y cómodo de nosotros y luego de una breve resaca emocional, reemplazamos sin que medie culpa o vergüenza; nos sirven mientras nos son útiles en el divertido pero tóxico juego de ser mitad mentira, mitad verdad. “Al tratar a los otros como objetos, nos convertimos en objetos”, explica la profesora.
Además, ya no estamos. Basta visitar un restaurante, un bar, un estadio, o un concierto, para concluir que debido al abusivo manejo de las redes sociales y la -sola en apariencia- gloriosa conectividad omnipresente, ya no estamos. Preferimos publicar el beso que disfrutarlo, gritar ante una cámara lo bien que la estamos pasando mientras los Rolling Stones tocan a pocos metros de nosotros. Nos parece mejor revisar Twitter o Instagram mientras un amigo nos cuenta que va a ser papá o que está hecho pedazos. Y así, poniéndole pausa la vida, nos estamos perdiendo del mundo y olvidando de quienes nos rodean y aprecian.
Andamos por las calles ensimismados ante una pantalla de pocas pulgadas, haciéndonos ausentes de los verdaderos otros. Familia, amigos, novias, esposas, deben esperar a que volvamos a prestarles atención para que, luego de la impertinente interrupción de un celular, las cosas sigan como si nada hubiese pasado. Pero pasó. Pasó mucho. Por segundos, viajamos a un mundo inventado, de donde sin excepción buscamos la nociva validación de extraños que más allá de darnos su aprobación nos están vigilando. La fórmula parece ser bastante obvia: entre más publicas, más vigilado estás. Las cadenas y grilletes hoy en día se miden por las opiniones que los demás, amparados en nuestra compulsión de hacer públicas nuestras vidas, expresan. Opiniones que en muchos casos están llenas de celebración, pero también y no pocas veces, de envidia.
Finalmente y seguramente a sabiendas, la profesora Turkle asoma una posible solución a la crítica situación, al citar un texto del famoso filósofo Henry David Thoreau. Este autor, también norteamericano, a mediados del siglo XIX, decidió emprender una retirada de dos años a un bosque, pasmado por el excesivo contacto con los otros y sus opiniones. De esta experiencia resultó el famoso ensayo Walden en donde justifica su abandono a los demás por el imperioso deseo de estar enfrente de “los hechos esenciales de la vida”. Luego de su exilio el filósofo decidió vivir “de forma deliberada y sin resignaciones” guiado de forma permanente por una simple pregunta: ¿dónde vivo y para qué vivo?
Seguramente al tratar de responder a la cuestión planteada por Thoreau, cada uno, sin soluciones mágicas pueda determinar cómo debe controlar el uso de la tecnología y sobre todo cómo debe esforzarse en insistir -sin desconocer la importancia de los avances tecnológicos- en cuidar a quienes lo rodean. Perderlos sería el descomunal precio que terminaríamos pagando al preferir la entrometida vigilancia de los extraños y despreciar el “hecho esencial de la vida” de tener la fortuna de ser querido -de verdad y en el mundo real- por alguien más.
@CamiloFidel