Hoy es un nuevo día, son las 8:00 a.m. y apenas estoy despegando la lagaña del ojo. Como es costumbre, tomo el teléfono y me reporto en el trabajo para confirmar que ya estoy activo, enciendo la computadora e introduzco la contraseña y abro el archivo compartido para mostrar que estoy en línea. Me levanto, voy al baño y hago mis necesidades básicas. Tambaleándome de lado a lado, me quedo mirándome al espejo, abro el lavamanos me echo agua en la cara y me lavo los dientes. Enseguida voy a preparar mi desayuno, mi perro me sigue con una mirada que me conmueve y me suplica que lo lleve al parque a que haga lo suyo. Por ese motivo, voy y tomo mi celular para avisar que sacaré el perro y estaré ausente unos minutos.
Salgo a la calle, el panorama es un poco más tranquilo y mucho menos agitado que era hace unos meses, sin embargo, se siente extraño. Mientras camino al parque, noto que todo me causa una sensación de temor o, quizá, de incertidumbre, pues no sé en qué momento puedo tocar algo que contagie de lo que estamos escondiéndonos. 8:35 a.m., mi perro está paseando tranquilamente en lo suyo mientras que aprovecho y hago unas cinco series de diez fondos como es hábito. A las 9:00 a.m. llego a la casa y empiezo a redactar los textos que tengo para el día siguiente, hago mi trabajo como de costumbre, a veces me distraigo con el teléfono, pero ya está.
Son las 3:00 p.m. y me hace falta la comida, así como la inspiración para continuar mis textos del trabajo. Mi madre grita que está listo el almuerzo, me acerco al comedor y sí, efectivamente ya está la comida. Me termino todo muy rápidamente, con un entusiasmo nuevo para reanudar la rutina. Termino, aprovecho y me doy una ducha para descansar en mi hora de almuerzo. Al seguir con mis tareas del trabajo, vengo más relajado, pues ya empiezo a sentir que la cabeza se me va a estallar, parecen ser efectos de estar tanto tiempo enfrente de la computadora.
Por fin, las seis de la tarde, ya puedo descansar. Eso pienso mientras me preparo para las clases que son de 7:00 a 10:00 p.m. Durante ese hueco de una hora saco al perro rápidamente, luego, hago ejercicios con mancuernas, abdominales y sentadillas para completar los fondos de la mañana. Son las 7:00 p.m., ya es mi clase. Todo empieza, presto atención durante un buen rato, quizá unas dos horas hasta que el estómago me empieza a pedir comida nuevamente. Lo único que hago es ceder ante el impulso. Son las 9:50 p.m., se termina mi sesión de clase y quiero dormir ya, el día me ha parecido agotado por la dinámica de la virtualidad y el encierro. Se me agota la energía y los párpados cada vez se tornan más y más pesados, no puedo resistir. Recuerdo que para el resto de la semana tengo entregas de trabajos y me dispongo a adelantar un poco. Después cuando termino no me quiero dormir ya sino que me pongo a revisar mi celular, veo vídeos y cosas curiosas como noticias u otras cosas más, de repente me da la una de la mañana.
Mientras tanto, no sé, mi mente se queda pensando impaciente que ojalá pasen rápido los días, pero no sé ya en qué día estamos. Qué día es, cuál es la hora, todo es igual, los días se han vuelto exactamente iguales. Las únicas diferencias son las horas de lo que pasa en él, es decir, de cada actividad. Hoy almuerzo a las 3:00 p.m., mañana a las 5:00 p.m. Cada día es la reproducción del otro con otros tiempos, no sé cuánto tiempo aguantaré más esta situación. La peor incertidumbre es el futuro, qué vendrá después de esto: ¿crisis?, ¿desempleo?, ¿delincuencia?, ¿inseguridad?, ¿el país va a estar peor de lo que siempre ha estado? Bueno, ahora qué, pues será dormir para esperar el día de mañana a hacer lo mismo, ese es mi pensamiento inmediato. En ese momento, cierro los ojos para que en unas horas vea de nuevo la luz en la misma posición.