Son muchas las personas que en los últimos 20 años se han ido de Colombia: los más pobres, los que no han tenido oportunidades, los exiliados políticos, los desplazados por la violencia. Un grupo de desarraigados que suman millones y viven el drama más tremendo de todos, el alejamiento de su familia, de su terruño y muchos de ellos, la moderna esclavitud del inmigrante ilegal. Cada día llegan a Colombia casi 23 millones de dólares que giran los colombianos a sus familias. De enero a octubre de este año $6.948 millones de dólares, la segunda fuente de divisas después del petróleo.
Esa es la verdadera tragedia nacional: la incapacidad del país de retener a sus habitantes y ofrecerles un trabajo y un ingreso dignos. De ese éxodo descomunal no han sido víctimas los ricos. Desde siempre han estudiado en el exterior y vivido en Colombia. Sus capitales están repartidos aquí y allá, por si las moscas, dependiendo de la rentabilidad de los negocios y las inversiones financieras. Las frecuentes amnistías tributarias para legalizar capitales en el exterior son muestra evidente de la versatilidad de sus portafolios. Salir o regresar no ha sido para ellos un problema. Un apartamento en Miami o en Nueva York ha sido un seguro conveniente desde tiempos de la revolución cubana, hace más de sesenta años, que dejó a muchos cubanos (no a los más ricos) sin patrimonio.
Asustados por la presunta llegada del socialismo al poder, muchos colombianos han manifestado su deseo de irse con sus trastos a otra parte. Pero son precisamente los que no pueden hacerlo. La clase media alta que tiene aquí sus apartamentos, sus fincas, sus negocios, sus tierras, su trabajo profesional, su arraigo. Todo lo que no se puede meter en una maleta. Hay un dejo de derrota política en esa reacción y un poco de esnobismo. Así que les tocó quedarse a ver qué pasa. De pronto, como en la manida frase del Príncipe de Salina en El Gatopardo, cuando ve a su aristocrático sobrino casarse con la hija de un rico comerciante de origen humilde, en pleno proceso de reunificación de Italia, “todo cambió para que todo siguiera igual”.
Y va a seguir igual, pero no tanto. Lo que ha sucedido en Colombia con la elección de Gustavo Petro como Presidente de la República, es la expresión mayoritaria de la opinión pública a favor de unos cambios inaplazables, que nadie en su sano juicio objetaría: el establecimiento de unas políticas públicas que abran el camino hacia una sociedad más igualitaria, hacia el uso de energía limpias, hacia la productividad del campo, hacia el fortalecimiento de la industria nacional, hacia la recuperación del orden público y sobre todo, hacia la concordia política que es la que lleva a la paz social.
Todos esos temas fueron planteados con mucha agresividad, hay que reconocerlo, por el hoy Presidente Electo, pero fueron ajustándose a medida que tendía puentes con el centro político, y más aún, después de las elecciones legislativas, cuando se hizo evidente que necesitaba el apoyo de otros partidos para sacarlos adelante. El Gran Acuerdo Nacional, no puede desestimarse como una negociación de gabelas, puestos y contratos con el mundo parlamentario, sino como la oportunidad de aterrizar en propuestas realistas, ajustadas a las posibilidades del sector productivo, a las limitadas capacidad del Estado y a la capacidad contributiva de los ciudadanos, un proceso de transformación institucional, cuyo resultado final ideal es que produzca un país de donde nadie tenga que irse.
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Otro gallo le cantaría al nuevo gobierno si los 11,3 millones de votos que sacó en la elección presidencial, lo hubieran apoyado en la elección parlamentaria
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Otro gallo le cantaría al nuevo gobierno si los 11,3 millones de votos que sacó en la elección presidencial, lo hubieran apoyado en la elección parlamentaria. Hubiera quedado con el control absoluto del Congreso y sin dificultad para aprobar lo que se le ocurriera y aun reformar la Constitución o convocar una Constituyente. No fue así. El Congreso, tan desprestigiado, representa el carácter múltiple de la opinión pública, con un poder decisorio repartido de tal manera que no hay propuesta que no haya que negociar con él. Va a ser ese Congreso, el que va a marcar el ritmo de las transformaciones que se avecinan. O sea, va a tener un absoluto poder protagónico en un momento crucial de nuestra vida política. De paso el destino le da la oportunidad de reivindicarse con la historia.
La esencia de las reformas que van a presentarse, tendrá que haber sido acordada previamente con las fuerzas políticas que han manifestado su apoyo, para facilitar su tránsito, y tendrán que ser debatidas en detalle porque la declaración de ser partido de gobierno no obliga a la aceptación integral de ellas, sino a apoyar los textos que resulten del debate. Y lo mismo sucederá con los partidos que se declaren independientes, precisamente para salvaguardar su integridad en la discusión. Cada quién con sus líneas rojas, que habrá que respetar. Un debate que nos lleva a vivir en tiempos interesantes, para el cual es mejor estar aquí sin irse para ninguna parte.