Las cornetas con las que Álvaro Uribe no deja de machacar el acontecer político de Colombia --esa cruzada personalísima mal empacada en eso que él denomina la patria, su patria-- no va a parar si alguien no lo absuelve del todo adentro, o lo condena finalmente afuera cosa que en su caso significará muchos y desgastantes años para el país.
Con esa talla pequeñita y rastrillando dientes para izar con fuerza la enorme bandera de derrotar “el terrorismo” y en lo posible exterminar al comunismo y a sus fantasmas (una bandera que inevitablemente se mancha con sangre de otros), bien puede opinarse que Uribe en realidad ha invertido lo que corre de este siglo para hacer respecto del país lo que mejor saben hacer los politiqueros: ¡¡Lo que les da la gana!!, mejor expresado, multiplicar su feudo, premiar amigos leales, defender a la familia y, por razón casi religiosa, cuidar los intereses supremos de la economía, lo que equivale a decir la economía de los poderosos, de los padrinos.
Puesto que a causa de todo ello lo rondan acusaciones de vínculos con crímenes execrables o con vicios comunes, ha destinado otra parte o la mayor parte del tiempo en sostener una bandera más chiquita pero bastante más significativa para él: la de su propia defensa judicial, la cual hábilmente ha sabido convertir en la conciencia política, en la razón pública y la cotidianidad de la nación y el Estado.
Desde hace 20 años el fiscal, procurador, magistrado, candidato, presidente o ministro, independientemente de su propia huella, vienen a ser buenos o malos dependiendo de si baten o no el rabo para recoger en el aire el disco volador (el fresbee) que Uribe lanza.
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La cruzada ya no parece ser la del terrorismo, ni en su discurso tiene espacio la criminalidad o el desplome macroeconómico, la cruzada se centra en que no lo juzguen o lo condenen
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El expresidente definió los dos presidentes que lo han sucedido. De ese mismo modo, se afirma, ubica funcionarios en posiciones clave de gobierno, en organismos de investigación o coliga bancadas en el Congreso. Pero la cruzada ya no parece ser la del terrorismo, ni en su discurso tiene espacio la criminalidad o el desplome macroeconómico, sino que la cruzada a la vista se centra en que no lo juzguen o lo condenen.
Es como si supiera que si suelta el perro este se devolverá para morderlo. Su chaleco salvavidas en la larga ola judicial que lo persigue estriba en que se siga pensando que todo en el país es política y que, por su parte, la política es él, Álvaro Uribe, y únicamente él; que participar electoralmente no es nada más que un acto en su contra o en su favor.
Así se ha ido y se va el tiempo. Claramente las investigaciones contra Uribe no pararan porque son muchos los hechos y la gente juzgada que por todas las puntas lo tocan; pero a la vez mientras imponga el acontecer electoral, gubernamental o burocrático, tampoco nadie lo va a juzgar, ni mucho menos lo va a condenar, y si circunstancialmente lo hicieran, abundarán recursos y funcionarios que tenderán puentes de evasión.
Nada de esto tiene talante de cambiar haga lo que haga el juez que dentro de horas debe decidir si sigue un juicio, o si precluye el caso actual de Uribe como se lo pone en bandeja la Fiscalía. Más bien, entre tanto, continuarán cocinándose las próximas elecciones presidenciales y la gobernabilidad del país en función de Uribe, sin importar que por estar dedicados a esa tarea continúe hundiéndose un país que tiene costumbre de arrastrar al fondo las verdades.
¿Salidas? No tantas en el horizonte. Quizá si Uribe finalmente se sometiera a la Jurisdicción Especial para la Paz, cosa que desde luego puede hacer dada la vinculación de todo cuanto se le atribuye con el conflicto, sancionado con poco o absuelto allí, podría por fin soltar el lazo.
De no ser así, el eterno retorno judicial se mantendrá con nuevas imputaciones, recursos y expedientes que engordarán hasta el estallido o llegarán incluso a una Corte Internacional que tomará años, muchos más de los soportables, para decidir; o decidirá cuando ya no haya remedio.