En la madrugada del dieciséis de julio me despertaron sordos estampidos como si fuesen balas. Medio dormido corrí la cortina de la ventana y en la oscuridad vi instantes dorados. Me pregunté por qué diablos en una oleada más de la pandemia se escuchaba pólvora y una chirimía. Y entonces vino a la memoria la fiesta de la Virgen del Carmen, patrona de los transportadores. Y en este año aciago no se ha rezado la novena, como tampoco las bocinas de los automotores se han escuchado en la lejanía.
Solo que cuando se ha establecido la cuarentena los caminos están abandonados y la virgen está de vacaciones. No me puedo imaginar que los pilotos de los aviones invoquen a la virgen cuando la línea insignia de aviación está como el puente quebrado del cuento. En la sala de espera de los aeropuertos no se escucha: “Pasajeros del vuelo con destino a la ciudad… pueden acercarse con su pasabordo a la puerta…”. La Virgen del Carmen no ha protegido por estos meses a los que flotan por los aires. Ella descansa en estos días pues las chalupas ni los barcos necesitan del divino manto en el espejo de los ríos o de las aguas marinas
También las velas y las farolas de los santuarios en la carretera se quedaron sin peregrinos. La patrona no se ha preocupado de los viajeros y, por su descuido, los asaltantes en la carretera se llevan los automotores dejan pelados o mal heridos a más de un conductor desprevenido. Y, no sé hasta qué punto los escapularios sean efectivos para conseguir la vacuna contra el COVID. Y, lo peor, una varada en mitad de la noche en la vía Bogotá-Villavicencio, donde es necesaria la presencia de la santa para evitar los derrumbes o de la ayuda de la madre de Dios para que los conductores no se queden dormidos. No se ha necesitado del machete o la cruceta para dirimir la trifulca en los trancones y la exclamación de las palabras insolentes que escandalizan a la santa. O el pedido de auxilio a la carmelita para que la poli no se pille el paso de la mercancía.
He extrañado la bocina de los camiones, mientras los automotores se oxidan en los garajes sin que la imagen de la doncella con su niño pueda viajar en el altar instalado en la cabina del automotor con el peligro de una estrellada, porque al chofer se le fue la mano en los tragos. Y la virgen se ha ido de vacaciones, dado que el tránsito disminuyó por lo más empinado de la topografía entre riscos y peñascos de la curva del COVID que se acelera como un coche sin frenos, aunque que el consejo no es otro que aquel: “Quédese en casa”.