No sé si es que entre más se ganan años, más nos hacemos intolerantes con algunas cosas. En mi caso empujar gente, esa a la que hay que estar diciéndole: “¿ya hizo X cosa?”, o “¿ya terminó tal asunto?” … es una lucha. Pero lo que más me aburre es escuchar parejo a hombres y mujeres de todas las edades diciendo unas vulgaridades, que no sé si es que les activa las endorfinas, la serotonina, la dopamina o la oxitocina (hormonas de la felicidad), porque las dicen con ánimo y entonado acento… como si fuera la gran cosa.
Gomosa de la pastelería, hice hace un mes un curso con Molly Coppini, una escultora italiana de figuras en azúcar preciosas. Había conmigo unas 15 personas en el mismo plan; de pronto, una de ellas rompió el silencio contando a todo volumen una historia con un h…….ta cada dos frases como mínimo. A medida que avanzaba en la historia, iba aumentando su inventario de groserías, cada vez más pesadas. Estaba en un taller de pastelería, pero me sentía en uno de carros, con el perdón de algunos mecánicos que no son vulgares, porque los conozco decentes.
Al cabo de un rato, le dije a la organizadora que cómo hacíamos con esa señora tan desagradable. “Es que no sé cómo manejarla; ella siempre es así”, me contestó. No solo estaba aburrida con el tono de la conversación, sino con el tamaño de sus expresiones. Para que se hagan una idea, en algún momento dijo —y me excusan por favor, pero es para que se imaginen el asunto— “es que a esa no le metieron pipí sino brocha” … sonaron unas carcajadas del mismo calibre del comentario provenientes de un par que le hacían el juego y después… todo quedó en silencio. Me imagino que hasta ellas mismas se dieron cuenta de semejante vulgaridad y, por fortuna, se callaron. Si no hubiera sido así, me paro y pido que me devuelvan la plata, porque ya había lanzado unas cuantas indirectas. Horrible, realmente desagradable.
Por esos días, le conté sobre esa situación a mi profesor de redacción y ahora miembro de mi equipo radial con su sección “Palabras En Blu Jeans”, Fernando Ávila. Autor del libro Dígalo sin errores, entre muchos otros, y tan desagradado como yo por las groserías, hizo un recuento de cómo “marica”, por ejemplo, dizque ahora es un piropo según Daniel Samper. Pienso que los muchachos de hoy hablan como los gamines en mi adolescencia: garbimba, gonorrea, huevón (o güevón)… ni para qué continuar con más. Pero siguiendo con el profe, él asegura que hay palabras que en sí son relativamente indiferentes, pero pesa mucho el tono, el gesto y la intención con que se dicen. Por ejemplo "señor", que puede decirse como reconocimiento de dignidad o con displicencia. Claro que esta así esté en tono de insulto suena a lenguaje de ángeles con lo que les he contado.
—Alguna vez hablé, a propósito, de la palabra ‘individuo’”, —dijo él. —Cuando al expresiente Belisario Betancur lo nombraron ‘individuo honorario’ de la Academia Colombiana de la Lengua, contó que de niño, en Amagá, vió cómo un hombre golpeó violentamente a otro—.
—¿Por qué le pega a su vecino? — le preguntaron.
—Porque me dijo "individuo", —contestó él.
Imagínense el probre exmandatario con la señora de mi curso al lado… habría salido corriendo, sin duda.
Y continuó Fernando Ávila con la palabra "berraco" que, dice él, es un buen ejemplo. “Hace 25 años, cuando yo estaba en El Tiempo, escribían los lectores censurando a D'Artagnan y a Enrique Santos Calderón, porque usaban en sus columnas las palabras ‘berraco’ y ‘berraquera’. Era palabra "mal vista".
Hoy el presidente Duque va a los cuarteles y les dice a los soldados que les agradece su berraquera. Lo que muestra que palabras como esta, están -terminantemente- presentando menos resistencia.
Lo contrario también pasa: gonorrea pasó de ser el nombre de una enfermedad a ser un horrible insulto, sobre todo entre choferes de bus”… y entre universitarios y jóvenes adolescentes, le agregaría yo al profe.
Ayer, de regreso de un viaje, durante todo el vuelo conversaron dos pasajeros no solo a un volumen que daba como para que se enterara todo el avión, sino la mayoría de frases acompañadas de palabras que oscilaban entre: “eso es una m…da”, “esa m…da”, hasta “ese es un pobre m…ca” o “ese h…….ta dijo”… en fin… Oigan, ¿en serio tienen que acompañar las conversaciones de semejante lenguaje? Yo no digo que a veces las groserías son útiles en un machucón, por ejemplo, o en situaciones que lo ameriten, porque las hay; hay quienes hasta se las merecen. ¿Pero para todo? ¡No freguez!
¡Hasta el próximo miércoles!