En la crisis venezolana y en la búsqueda de instrumentos para su resolución se han formulado toda clase de salidas, pero poco se ha hecho en materia de responsabilizar por lo acaecido a sus dirigentes tradicionales y menos en exigirles, en este momento, sacrificios equivalentes para justificar su regreso.
Todas las fórmulas que se han propuesto buscan sacar a Maduro de la silla presidencial, como si con hacerlo se fuera a mejorar automáticamente la suerte de un país que no solo está en la olla por cuenta del manejo desafortunado de una revolución que perdió su rumbo, sino de manera especial por las situaciones caóticas que la antecedieron, cuyos autores pretenden hoy restablecer sus fueros por cuenta de aves marías ajenas.
Situaciones caóticas que no son otras que los malos manejos y la corrupción de los políticos y líderes tradicionales de todas las épocas que, bajo el amparo y exacción externas, y la inequitativa repartición interna de su riqueza petrolera, condujeron a su pueblo a extremos de pobreza insoportables, que lo llevaron a buscar caminos de redención distintos, refrendados tras múltiples elecciones.
Caminos que, como muchos sueños latinoamericanos frustrados, pretendieron, de manera solitaria, alcanzar independencia política y un desarrollo económico propio y sostenido, lo que en un medio conservadurista y dependiente como el nuestro, los convierte de entrada en condenables y los somete a condiciones adversas difíciles de sopesar.
Comenzando por la insolidaridad que caracteriza a sus países hermanos, cuyas dirigencias, por un acuerdo de dependencia consensuado desde su origen, rechazan los intentos de autonomía de cualquiera de los suyos, pues no admiten otra opción para justificar sus mediocres mandatos que la subordinación a un poder exterior detrás del cual resguardarse.
Por la confusa posición de quienes se rebelan frente al capitalismo, pues si bien en principio buscan defender a sus pueblos de la depredadora acción de su corriente neoliberal, no tienen claro que la humanidad no conoce opción productiva distinta para sobrevivir, así esta deba ser más razonable y equitativa que la que, hasta el momento, han tenido que soportar.
Y, finalmente, por la entronización de la corrupción y el abuso de poder que la continuidad de los caudillos y conductores insubordinados termina estableciendo, continuidad perversa de la que no están exentas ni siquiera las cúpulas de las organizaciones mejor intencionadas, dada la naturaleza egoísta de los hombres que las conforman.
Pero hasta ahora nadie le ha hecho a la vieja dirigencia venezolana el reclamo sentido no solo porque su país terminó en manos del demonio debido a sus malos manejos y corrupción sino porque a través de los años fuera del poder han sido completamente incapaces de superar sus limitaciones demostradas durante su opaco devenir histórico. Oscuro discurrir que les impide inclusive deponer sus intereses y egos para enfrentar con contundencia y efectividad la defensa de la democracia y la suerte de sus compatriotas.
Defensa de la democracia y la suerte de sus ciudadanos que no parecen tan claras a la hora de los análisis históricos sobre sus pasos, pues tanto antes como ahora sus estudiosos han coincidido, y desde orillas opuestas, en que aquellos no han sido precisamente ejemplares.
Arnold Toynbee calificaba a mediados del siglo XX a estas clases dirigentes como herodianas para indicar que se constituían en minorías dominantes de pueblos sometidos a otros pueblos o imperios, algo así como unos vendepatrias, muy al estilo de la función y mando ejercidos por Herodes en Israel bajo el imperio romano.
Calificación que los historiadores neoliberales Daron Acemoglu y James A. Róbinson nos recuerdan, setenta años después, cuando describen a los dirigentes y los métodos extractivos que caracterizan a los países fracasados económicamente, dentro de los que colocan específicamente a los latinoamericanos, sin indicar, obviamente, al capitalismo internacional (multinacionales e instituciones financieras) como el principal destinatario de aquellos recursos escamoteados a los pueblos:
“Pero lo que tienen en común (los países fracasados) son las instituciones extractivas. En todos ellos, la base de estas instituciones es una élite que diseña instituciones económicas para enriquecerse y perpetuar su poder a costa de la vasta mayoría de las personas de la sociedad” (Por qué fracasan los países, p. 465).
Cuando Colombia corrió una suerte par por la llegada al solio de Bolívar de un militar, entronizado por los políticos para que salvara al país del desangre que ellos mismos habían azuzado y apoyado por largo tiempo, y alcanzado el objetivo de la paz, los mismos políticos poco después por su propia iniciativa se encargaron de tumbarlo.
Precisamente porque el pacificador a la fuerza quiso quedarse para redondear la faena que incluía riquezas y mayores atribuciones, objetivos que los viudos de poder por cuenta propia no aguantaron. Y sin recurrir a nadie más que a sus propias argucias e intereses hicieron las paces —cuando horas antes eran enemigos irreconciliables— y se dieron mañas para tumbar al dictador.
Al que reemplazaron momentáneamente con otros militares, montando en tanto una particular campaña por su vuelta al poder a nombre del pueblo y haciéndose elegir, digamos, de alguna manera democrática, para repartirse luego la burocracia de manera hermanable y asegurarse de gozar de su manejo per saecula saeculorum.
Que se sepa jamás recurrieron a terceros países, ni pidieron ayuda militar del imperio, ni recurrieron a hacerse víctimas y buscar conmiseración como medio para recuperar lo que habían perdido por su propia incapacidad y culpa.
Eso sí, convocaron a todo el establecimiento —fuerzas vivas las llamaban— para lograrlo: estudiantes, emisoras, periódicos, organizaciones económicas, gremiales, laborales religiosas y sociales, incluyendo, por supuesto, la mala práctica de endulzarles el oído a militares subalternos del Supremo para defenestrarlo sin que se sacara un alfiler.
Unidad, imaginación y liderazgo que se echan de ver en las actuaciones de la oposición venezolana, hambrienta por conquistar sus viejos feudos pero sin poner demasiado de su parte. Vacío interno fundamental que pretenden suplir sus pares del continente recurriendo a todas las instancias sin excluir la guerra, que, como siempre, deberán librar y sufrir los más humildes de los países que se dejen involucrar por sus ineptas élites.
Además impresentable si se trata de devolverle el petróleo y riquezas del pueblo venezolano a los intereses de las multinacionales gringas y a la rosca oligárquica que ya los manejó a nombre de una democracia recortada y el capitalismo enano que pululan en nuestras naciones latinoamericanas.
Situaciones estas que merecen más de una reflexión, si nuestros pueblos desean salir del hoyo negro del subdesarrollo y la dependencia en que están hundidos.