Hemos oído acerca de los inmensos cambios que trajo consigo el 2020. Los discursos atinan a que, sin remedio alguno, nuestro estilo de vida tuvo que transformarse y que nos vimos abocados a una irremediable reinvención con la otredad. Cambiamos el calor de un abrazo por apaciguadoras videollamadas. Sin duda la educación dejó entrever las invaluables brechas de inequidad que han dejado sin acceso al aprendizaje a niños, niñas, adolescentes y ni hablar de los universitarios.
Además, los que cuentan con la fortuna de trabajar desde casa también se han visto retados a organizar y estructurar nuevos escenarios que les permitan moverse en una cotidianidad distinta, cumpliendo con sus responsabilidades laborales, domésticas y con toda la carga emocional que representa atravesar una pandemia en un país como Colombia. Los que han contado con sus negocios privados se han tenido que esforzar para resistir. Artistas y trabajadores independientes han expandido su capacidad de creación hacia los nuevos desafíos contemporáneos en medio de la contingencia.
Así pues, todos hemos estado llamados al cambio, como si en el inigualable país del sagrado corazón no hubiera motivos suficientes antes de para habernos cuestionado y preocupado por preservar la vida con transformaciones igual de movilizadoras.
Todo cambió, excepto algo. Lo tergiversado-ignorado-impune, lo olvidado. Un atisbo que viene desvelando en una noche eterna de dolor, sangre y ausencia a mujeres, campesinos, familias, madres, territorios y comunidades: la guerra. Escrita es admisible, pero si se nombra en voz alta puede ser peligroso, porque como dice La pestilencia: En un mundo delincuente tu primer derecho como ciudadano es el silencio".
Según Verdad abierta, Centro Nacional de Memoria Histórica y Rutas del Conflicto, más del 90% de los municipios de Colombia han sufrido la desaparición forzada de una parte de sus pobladores en los últimos 60 años. Me sumerjo en letras para poner en palabras los hechos de violencia que niegan la otredad, la desaparecen, la intimidan: lo innombrable, que hace ruido.
Hoy Colombia se mueve entre asesinatos y amenazas, contra aquellos que han apoyado la sustitución de cultivos de uso ilícito, la implementación del acuerdo de paz, los procesos de organización territorial, sus líderes sociales están siendo aniquilados. Más de 730 masacres cometidas por diversos actores armados: guerrilla, bacrim, militares y su brazo derecho, paramilitares.
Los campos llenos de sangre mientras una voz medio gangosa y sobrada que da la ignorancia les llama “emprendedores del campo” a esos campesinos en la mira por reclamar sus tierras; daños ambientales producto de las actividades económicas extractivas, minería en páramos, amenazas a los ríos, saqueo del agua, pérdida invaluable de la biodiversidad por conflictos ambientales que devienen de ideas anquilosadas en el poder con cara de puerco y sus secuaces.
También, cuerpos de mujeres en prácticas atroces en un contexto patriarcal que duda de la víctima; adolescentes de sectores socioeconómicos vulnerables desertando de sus colegios porque la guerra les coquetea prometiéndoles más oportunidades, niños y niñas que se levantan a jugar al escondite cuando los que dicen protegerlos les lanzan lo que parece la guerra de los tomates, pero no son tomates, son balas; más de 83.000 víctimas invisibilizadas; más de 9 millones de seres humanos con características heterogéneas como víctimas directas de lo que hoy denomina el gobierno experto en eufemismos como “homicidios colectivos” o “migrantes internos”; además, una sociedad que exige mediante presión pérfida a los familiares destrozados por la pérdida, que comprueben que sus hijos no eran guerrilleros, adictos, pandilleros, ladrones, narcos. Como si ser masacrado viniera con filtro para determinar quiénes son justificados y quiénes no. Mi pregunta hoy es por el sufrimiento.
A pesar de que en Colombia hay un programa de atención psicosocial para víctimas, su alcance y calidad son puestas en duda. Según cifras de Minsalud la atención solo ha llegado al 4% de los familiares de desaparecidos. Así pues, este terruño también navega en el mar de los duelos que nunca se cerraron, sus habitantes pisan el suelo donde matan gente —dícese de personas con historia, familia, afectos, sueños— que irremediablemente se convierten en despojo y se entierran en la fosa común de la memoria que llevamos a cuestas. Mi otra pregunta hoy es por los discursos ideológicos que normalizan la violencia, la deshumanizan.
Duelen las víctimas de hace 58 años, las de hace 20 años, y las de ayer. Ofende la presencia desigual del Estado y desesperanza la guerra normalizada y naturalizada. Quise terminar con un ejemplo de alguno de tantos procesos de resistencia durante y después de la barbarie; pero esa costra de la herida se cae, cuando quién hiere vuelve a poner su dedo con una sonrisita gazmoña. A la Colombia profunda la está matando la guerra y a la otra parte, la indiferencia. Por eso, mi pregunta hoy es por el sufrimiento, a dónde va.