Dicen las malas lenguas que cuando Iván Duque fue elegido presidente celebró la victoria de haber logrado su sueño de toda la vida, gobernar un país. Sin embargo, el pasar del tiempo ha demostrado que el hombre llegó a la presidencia con una agenda difícil de dilucidar.
Parece que en el día a día trata de aprender a armar su plan de gobierno como si de legos se tratara, obviando la parte que se le perdieron las instrucciones y que, al no saber qué hacer y al no haber tiempo para estudiar, le terminaron imponiendo intereses y visiones que podían no ser las suyas. En resumen, el perfecto ejemplo de que saber llegar es diferente a saber qué hacer una vez se llega.
En época de elecciones es más que razonable cuestionarse qué hace a un buen gobernante, más cuando nos enfrentamos la elección de ejecutivos regionales, quienes van a tener sobre sus hombros la responsabilidad de sembrar o destruir desarrollo y progreso en sus departamentos y municipios.
Ello precisamente hace que estos tiempos que se avecinan sean tan delicados, pues si bien constitucionalmente cualquier ciudadano puede lanzarse a ocupar un cargo público, es usual ver en Colombia que cuando el borracho de la esquina se aburre de mirar al infinito, se lanza de concejal, o peor, de alcalde.
Asimismo, vemos cómo en las regiones y en el país en general se eligen personas con cuestionamientos terribles, secretos a voces, investigaciones y un halo de duda alrededor, que por algún motivo desaparece cuando de contienda electoral se trata. Quiero pensar que no tiene que ver con los 70 mil pesos que puede costar un voto, según la senadora María Fernanda Cabal.
Hace unos días escuchaba una conferencia sobre este punto, impartida por un gran ejecutor huilense, y llegaba a la conclusión de que lo que diferencia a un político mediocre de uno efectivo es su agenda, su visión, su entendimiento de las necesidades regionales y su capacidad de decisión, más allá de su ego personal engrandecido por la dignidad que el electorado le otorgó.
Entonces me pregunté en qué piensan las personas que por simple aburrimiento o vanidad se lanzan a un cargo de servicio público. ¿Será que esas personas entienden lo que ese concepto significa? Que servicio público es precisamente público, no personal. Y que sobre sus nombres pesa la responsabilidad por el desarrollo de nuestro territorio, que bastante falta nos hace.
Al ponerme a revisar la lista infinita de desaciertos electorales en Colombia, que va desde el presidente (cuya aprobación ha permanecido baja) hasta alcaldes y gobernadores (que terminan sus periodos con incontables investigaciones y logros limitados —eso si los dejan terminar— , concejales y diputados (que por falta de estudios toman decisiones equivocadas y vergonzantes, pero lucrativas para su bolsillo), llegué a la conclusión de que posiblemente ninguno de ellos se sentó a preguntarse por qué quería ocupar el puesto, mucho menos a pensar cuál es su propósito de vida; y es que si lo hubieran hecho y se hubiesen dado cuenta que su vida consiste en hacerse ricos o llenar su ansia de fama, la política no es el camino y por pura responsabilidad propia no se habrían metido a desangrar su tierra y su pueblo.
Los ejemplos se repiten en todo el mundo, desarrollado o no, y solo revelan que la clave de un buen gobernante es mantener su ambición a raya y entender que su posición es la más precaria de todo el conglomerado que representa, que se debe a su pueblo y que su visión debe ir más allá de cubrir los compromisos de campaña, que el país requiere desarrollo y atención a problemas urgentes y que la historia es siempre el peor juez de todos, porque así el pueblo colombiano no tenga mucha memoria, es experto en señalar y juzgar si le afectan el bolsillo, la vida o su prosperidad y eso sí no lo olvida.
En conclusión, como me diría el concejal citando al sabio Winston Churchill, “mi señora, la borrachera se me pasará, pero usted mañana seguirá siendo fea”.