Medio camuflado reseña algún periódico de Colombia que un artículo del New York Times afirma que el incendio ocurrido el 23 de febrero en un camión con ayuda humanitaria en la frontera con Venezuela no había sido obra de las fuerzas del dictador sino causado accidentalmente por un manifestante opositor, es decir, contrario al régimen. Cuando Maduro ha sido acusado ante la Corte Penal Internacional por crímenes contra la humanidad por, algo increíble, quemar la comida que salvaría a un pueblo bajo su mando que está muriendo de hambre hace varios años, como repetían exaltados los narradores.
Una especie de aclaración, motivada quién sabe por qué clase de remordimientos, que suscita además, por su extraño manejo, algunas reflexiones importantes sobre la labor de la prensa como fuente de verdad para su público. Que si no fuera por esta misión consagrada desde siempre, bien valdría pasar por alto cuando todos los lineamientos éticos parecen estar en retirada no propiamente en favor de la humanidad.
Lo visto hasta ahora con respecto a la situación de Venezuela deja a quienes confían en la rectitud de los medios en un estado de incertidumbre mayor al de haber estado marginados totalmente de aquellos sucesos. Y ello, porque lo narrado y lo visto, como en este y otros muchos casos, era absolutamente contradictorio, y no existía margen razonable para que diferentes noticieros, periodistas y comentaristas ad hoc terminaran relatando y comentando una cosa mientras los televidentes veían y, en repetición, algo totalmente diferente.
Una cosa es que los dueños de los medios e incluso sus periodistas estén del lado de la democracia —con todos los gatuperios que se cuecen en las nuestras— y lo dejen en claro; y muy otra, lo que ha sucedido en todos estos días, la demonización absoluta de quien consideran su enemigo ideológico, político, económico, lo que quieran, para convertirlo, rompiendo con todo vestigio de ética, en la fuente de todo los males.
Cuando en una reflexión reposada este no es el camino de los medios de información, a menos que se haya renunciado totalmente a la realidad empírica de que los hechos no tienen contexto, y le es permitido, a quien tiene el poder de comunicarlos, de hacerlo a su acomodo, como un arma más para buscar una pírrica victoria que, como tal, aumenta la perplejidad general.
Si bien estamos enseñados a que la historia de Latinoamérica valga bien poco, que existan líderes o pueblos hermanos que probablemente mal encaminados piensen diferente, es una cuestión a dirimir en el marco de un acuerdo racional como lo hemos aprendido de la mejor vena de la civilización occidental, a la que ex profeso no han renunciado quienes dicen mantenernos bien informados ni quienes confiamos en ellos, para entregarnos a la insensata propagación de noticias falsas con consecuencias aviesas inenarrables.
Más cuando entre los elementos del conflicto se han impuesto actos mucho más reprobables que la discutida dictadura, como el autonombramiento de un presidente a quien los Estados Unidos le monta un gobierno virtual, cuyo reconocimiento no ha pasado de 50 y tantos países, pues los gobiernos que guardan reticencias sobre procedimiento tan arbitrario bien saben el lugar desguarnecido en que se colocan a futuro quienes se someten sin más a dictados tan peregrinos. O la parodia del caballo de Troya preparada por los EE.UU. y con la que creyeron doblegar la dignidad —digamos que huera— pero dignidad de uno de sus fundos más apreciados por sus riquezas, maroma que no funcionó porque subestimaron a sus conductores y habitantes, seguros quizás de la legendaria calidad genuflexa de la región para sobrevivir de ayudas fantasmales.
Seguidilla que ahora persiste con un gran apagón que afecta a casi toda Venezuela, sin que podamos estar seguros de si es producido por un sabotaje a gran escala cuando Guaidó convoca a dar el gran paso a la toma del poder efectivo, o si todo este desastre es fruto de la desidia de una revolución que sembró esperanza en un mundo condenado al unanimismo pero que equivocó sus objetivos esenciales.
Un mal paso este de los medios de seguir siendo parte de una agresión impopular a un pueblo hermano en problemas, programando día a día los hechos correctos a cumplir, sin que estos se den y tengan alguna explicación, para terminar, pasado el tiempo y repetidos los fiascos, preguntándose ante su audiencia desconcertada. ¿Y ahora qué?