La oligarquía lo sabía y tiene al peor presidente para detener el avance irreversible del cambio: algún día el pueblo se iba a sacudir.
Primero fueron las marchas ciudadanas. Luego las elecciones, eligiendo por quien mejor los representa.
Ahora Petro no puede vender el alma al diablo con tal de ganar y defraudar a todo un pueblo. Por lo menos la bendición del papa alejaría ese demonio y generaría confianza entre los creyentes de que no llegara un ateo marxista a conducir el país. Y a la gente hay que creerle, dicen nuestros ancestros.
El señor no es perfecto, tiene muchas que corregir, entre estas, acabar con el clientelismo y democratizar el empleo público, y emprender una denodada lucha contra la corrupcion y el régimen del que hablaba Álvaro Gomez. Aunque algunos personajes paracaidistas que lo acompañan lo desacreditan y generan desconfianza.
El profesor Gilberto Tobón ha dicho que es el menos malo. Quizás porque los grandes líderes del pueblo los mataron. No hay más.
El momento es histórico, la izquierda creció vertiginosamente en toda su historia. La derecha se redujo notablemente, pero sobrevivió, como siempre, con el clientelismo de los empleos públicos, la asistencia social, y las obras públicas y divorciada de la gente.
La definición de la presidencia tendría un claro ganador de no presentarse ningún acontecimiento extraordinario y de no incurrir en planteamientos populistas el señor Petro, ni apareciera ninguna jugadita del golpeado innombrable.
2022, ¿el año que cambiará la historia del país?