Los periódicos y revistas conocidos han resuelto limitar las páginas dedicadas a la política —ya no tenida por tal, sino dedicada a buscar resultados electorales— a crear, suponer, sugerir o inducir alianzas entre grupos de politiqueros a las que han denominado, según su parecer y preferencias, como ultraderecha, derecha, centroderecha, centro, centro-centro, extremo centro, centroizquierda y extrema izquierda. No sin que entre los entresijos de todas estas denominaciones, con excepción de la extrema izquierda, aparezca palpitando el inefable candidato del sistema.
Un ejercicio periodístico, como ya lo advertimos, para ganar elecciones, sin que nada importe dentro de sus objetivos hablar de programas electorales y mucho menos indicar a qué principios mínimos obedecería cada una de las agrupaciones en que artificialmente han dividido el liderazgo nacional. Eso sí con la única salvedad de que la extrema izquierda, donde insidiosamente colocan a Gustavo Petro, no es viable porque no les gusta su forma de hacer política, una forma pueril de desconocerlo sin que se ausculten sus propuestas, y desoyendo los llamados que el líder les hace a otros partidos y grupos para conformar un gobierno progresista —no de revoluciones imposibles— que saque al país de la olla en que se encuentra metido.
Pero aunque estrategias distractoras como estas no tienen justificación democrática, son apenas previsibles cuando, de hecho, persiste —sin que se nombre por desacreditado— el modelo neoliberal con el que la derecha internacional consiguió a mediados del siglo XX, a base de coimas, felonías académicas y conminación ideológica y violencia militar, que los grupos de poder y multinacionales de su entraña dominaran y explotaran al mundo. Y que en nuestro país continúa todavía campante pese a sus irreparables consecuencias, a buena cuenta de un libertarismo de mercado —recopilado, paradójicamente, en un viejo catecismo de principios económicos intocables para ilustrar catecúmenos subdesarrollados— que eliminaría la política tradicional, proveyéndoles riqueza y felicidad a todos sus pueblos.
Lo contrario de los desastres sucedidos durante su larga vigencia y que previeron y condenaron a tiempo economistas laureados, filósofos y sociólogos de talla mundial y comprobado con investigaciones sin par por científicos sociales de la talla de Thomas Piketty. Y que han sufrido países pobres hasta la inviabilidad económica y social como Colombia y sus hermanos latinoamericanos, endeudados y en crisis mucho antes de que la pandemia —a la que ahora acuden sus adeptos para achacarle la culpa— nos demostrara realmente cuánta era nuestra limitación y miseria previas.
Y coronado el exabrupto hipercapitalista con la aceleración del calentamiento del planeta durante la irrefrenable imposición del dogma economicista y la inesperada aparición del COVID-19 que —corroborando las previsiones de los científicos del clima— nos ha advertido con tiempo que estamos en la antesala de la desaparición no solo de los más débiles sino de toda la especie. Pues es improcedente que la naturaleza salvara a quienes —a pesar de la inteligencia suministrada y por su egoísmo desbordado— se pusieron en peligro y lo hicieron con sus semejantes.
Hoy, con certeza, no sabemos dónde estamos ni el lugar en que aterrizaremos. La frivolidad de los poderes públicos ha llegado en este fluir de todos los mercados a desamparar al individuo común y la sociedad en general. Las constituciones y leyes desaparecen a favor del enriquecimiento de unos pocos por voluntad de cualquier funcionario importante, con la notificación de que las normas que remplazan las de superior jerarquía y favorecían, por ejemplo, a la clase trabajadora, se imponen bajo el hipócrita supuesto de que se hacen por solidaridad para amainar la pobreza creciente de los más desvalidos, sin que se añada que este deterioro causado es fruto del sistema económico infame que protegen por encima de todo.
Lejos estamos de la Corte Constitucional que en su momento se llamó admirable y cuya existencia parecía ser el contrafómeque al espíritu neoliberal que acompañó a la carta magna del 91, infraestructura economicista que se recomendó a unos cuantos expertos de cuya memoria es mejor no acordarse, que carentes de autonomía y de responsabilidad con su pueblo y alejados de los fines de un capitalismo constructivo y el destino funesto que se le deparaba a la nación, reprodujeron el consenso que les habían hecho memorizar en los organismos internacionales del sistema imperante.
Y esta corte desteñida no ha actuado para precisar, por ejemplo, que las superpensiones —muchas de ellas obtenidas por medios nefandos— deben tener un límite o negarse, ni menos para solucionar la parsimonia infinita con que los tribunales superiores resuelven un derecho laboral conculcado en su momento. Derecho laboral que queda expósito —todo el tiempo del largo y contingente trámite— a decisiones legales de menor jerarquía que lo desconocen, castigando a quienes merecedores de remuneraciones apenas dignas por leyes vigentes en el momento en que se pensionan, las pierden en el diabólico camino de su reconocimiento.
Avalando restricciones normativas tales que las palabras que trae una ley estatutaria —de jerarquía superior a las normas que la modifican— pierden su semántica y el discurso su sintaxis, hasta terminar —vía interpretación— diciendo lo contrario de lo que significan con el objeto de desconocer derechos cubiertos por aquella. Con la infame disculpa de que se hacen como manifestación de los principios de solidaridad, universalidad y sostenibilidad financiera para garantizar la viabilidad futura del Sistema General de Pensiones. Como si precisamente estos recortes ominosos no fueran para alimentar los desmesurados sueldos y pensiones de la multitud de tecnócratas que han permitido y permiten fluir sin riesgo el capitalismo salvaje.
Solo nos gobierna pues el innombrable neoliberalismo, cuyos objetivos nos han quedado claros después de 50 largos años de depredación del trabajo y del medio ambiente, pero que hoy silenciosamente reina en todas las esferas públicas que —pese a los desastres materiales y morales que ha propiciado— doblan su cabeza para notificarles —desde la escasa democracia posible— a los ciudadanos, que esperaban que el sunami hipercapitalista no los arrasara, que ya no hay esperanza.
Al golpe a los pensionados de clase media-media se suman las amenazas de aplicarles el impuesto a su magro ingreso y el IVA a cuanto compren, que no será mucho, dizque para salvar un sistema económico injusto e irredimible desde el subdesarrollo. Y acuerdos entre EPS e IPS, sin que haya lugar para averiguar su legalidad, que han decidido fraccionar la entrega de remedios a sus pacientes para cobrárselos repetidas veces. Todo en el camino de disminuirle al débil sus ingresos por el trabajo y el descanso remunerado, para engrosar los de multitud de burócratas y consejeros que lo hacen posible y facilitar la acumulación creciente a emporios acomodados como los de la salud.
Reformas tributarias para favorecer a los empresarios avivatos y rentistas de capital que se nutren de exenciones perpetuas y crecientes sin que jamás se haya tenido claro por qué las tienen y menos su importancia para el desarrollo de la economía de la que han extraído valor continuamente. Y aún más, a los que no pagan impuestos o se los roban, delito inmemorial al que todos los gobiernos han prometido poner fin, sin que hasta la fecha de hoy haya consecuencias importantes.
En fin, maniobras politiqueras para favorecer a quienes pretenden mantener un régimen económico perverso e inviable cuyo nombre no puede salir a la palestra, y cuyo imposible reencauche se quiere hacer redoblando sus mecanismos inequitativos contra una clase media inerme ante la cooptación de todos los poderes públicos por el sistema hiperliberal. Salidas fáciles de una sociedad que no ha aprendido que en circunstancias muy peculiares como las producidas por las guerras mundiales —y la pandemia tal vez ha representado más que una guerra en materia de vidas y pobreza general— los ricos y sus líderes deben repensar el futuro y, previendo el riesgo inmenso de seguir en las mismas andadas, asumir buena parte de su costo.
Pues el palo no está hoy para proseguir un capitalismo sin miramientos si se piensa mantener la democracia viva y la sociedad global en posible ascenso.