Saldremos de esto, me dice un amigo. No sabemos bien cómo, pero tenemos que imaginar que así será, le digo. Van más de 19 días y quinientas noches desde que el coronovirus pasó de ser un chiste del lejano oriente para convertirse en la pesadilla que hoy nos gobierna la vida. Y aquí estamos, confinados en nuestras casas, evadiendo a punta de libros, series, recetas de cocina y películas, la certeza avasallante de la incertidumbre.
La muerte, dice Esther Díaz, es la mudez irresoluble de aquellos a los que quisieras hablarles, entonces me consuelo porque hay vida todavía, porque estoy cerca de mi madre y eso sí que es un regalo en medio de una pandemia que amenaza con quitártelo todo. Pero la mía no es la historia de dos amigas que perdieron a sus padres al inicio de la crisis. Tampoco es la de las personas que se debaten entre arriesgarse al contagio o morirse de hambre. Mucho menos es la de las enfermeras y médicos que intentan frenar el contagio poniendo en juego su vida.
Las personas siempre hemos necesitado cierres para entender lo inexplicable, lo complejo. La ciencia, la filosofía la religión, la literatura y el periodismo, son los principales proveedores de estos cierres, pero nada alcanza en un momento de estos. Que el capitalismo arremeterá con más fuerza, dice Byung Chul Han, que no, que el capitalismo se derrumba como un castillo de naipes, argumenta Douglas Kennedy; que el mundo nunca ha sido la gran cosa, me recuerda un amigo, pero que no, que cuando todo pase seremos mejores seres humanos; que no, que seremos los mismos incosecuentes y depredadores de siempre… Todo es especulación. Lo único cierto ahora es que sin previo aviso entramos en un estado de flotación permanente: No acabamos de hundirnos, pero tampoco sabemos cómo avanzar. Así estamos, encerrados y tratando de seguir, pero paralizados por el miedo.
Esta cuarentena además ha coincidido con la Semana Santa y a propósito del rito cristiano me preguntaba: ¿Cómo hará la iglesia para sostener la idea de un Dios todo poderoso y justo en los tiempos del Covid-19? Si así fuese ¿Por qué ese Dios no detiene el sufrimiento? ¿Por qué para unos es más fácil sobrellevar la crisis que para otros? ¿Por qué muere el taxista cartagenero que fue atendido en la clínica de Barú y sobrevive la señora inglesa atendida en Medihealth? Y no me malentiendan, cada persona que vence al virus es motivo de esperanza, pero cada persona que muere por la tramitología o la negligencia, nos recuerda lo aplastante y discriminador que siempre ha sido este orden social absurdo que se las ha arreglado para naturalizar la injusticia.
Pero cuando todo parece estar perdido, el bien más preciado que tenemos además del amor, que a pesar de todo perdura, sigue siendo aquel mínimo de libertad para sobrellevar la vida como mejor podamos, así que suerte con los optimistas desbordados, esos que se pasan la vida dando recomendaciones y hablando como un libro de autoayuda, total por ahora también están confinados, aunque espero que juntos podamos ver las luces en el túnel y salir de todo esto. No sabemos cómo, pero tenemos que empezar a imaginarlo.