Si hay dos instituciones que están en franca decadencia son la Iglesia católica y el jazz. Los pocos dinosaurios que pastan en este ritmo y que sobrevivieron a la explosión del cometa que significó la irrupción del rock, el disco y la electrónica, tiene que buscar un roto en las afueras de la ciudad a donde lo vayan a buscar expertos de perilla y pipa, siempre serios, sordos y adustos, que por lo general consideran de pésimo gusto esa vieja maña de mostrar emociones, o por solitarios experimentados que encuentran el único consuelo en un solo de trompeta.
Y están los músicos, por supuesto. Andrew es uno de ellos. En su familia, además de mercachifles, jugadores de fútbol y profesores de colegio, nunca emergió un artista. Vale más un sudoroso fajo de dólares en el bolsillo que una docena de demonios exorcizados por culpa de la música. Aún así Andrew solo tiene el interés de ser el mejor baterista y para ello deberá convencer a Fletcher, el más satánico de los maestros, el más exigente, el que con sus crueles métodos ha arrinconado a alumnos que encuentran, como única salida a saberse mediocres, el suave balanceo de estar colgado del cuello amarrado a una cuerda. Si, puede que eso de lanzar platillos a la cara y de escupirle los más procaces insultos a su pupilo resulte un poco excesivo. Pero Andrew sabe que Fletcher es el Virgilio que lo llevará al paraíso.
El camino no es nunca fácil. Primero hay que salir del infierno y para eso deberá trabajar día y noche, conseguir el ritmo, la fuerza y la intensidad que debe tener un batero que pretenda emular a Art Blakey tocando Caravan. Para eso tendrá que renunciar a los placeres mundanos, olvidarse de la linda chica que conociste en la entrada de un cine, de los amigos y de las cervezas. La decisión de lograrlo lo blindará contra toda la mierda que pueda llover sobre él, el acero que le da la práctica lo ayudará a resistir el desprecio de su maestro, accidentes de tránsito y hasta una humillación pública. Andrew sabe que el talento nunca es suficiente y que si busca ser como Jimmy Cobb deberá dejar los platillos llenos de sangre.
Hasta hoy podremos ver en cine una de las revelaciones del año. Aparte de sus innegables virtudes, resumidas sobre todo en el notable duelo interpretativo que sostiene el joven Miles Teller con el flamante ganador del Óscar JK Simmonds, Whiplash es un rotundo homenaje a esa lengua muerta que es el jazz.
No he visto Guy and Madeleine on a parkbeach su ópera prima, ni Grand Piano película de la que él es el autor del guion, pero ya alcanzamos a vislumbrar que Damien Chazelle, a sus 30 años, está en camino de convertirse en un autor que tendrá como una de sus obsesiones la música, tal y como sucedería con el Bernard Travernier en los años setenta y con Alex Cox en los ochenta.
Además de disfrutar de una película brillante, Whiplash acercará al melómano diletante a uno de esos placeres que los tiempos modernos están rezagando. Nada más íntimo, intenso y místico que fumarse un porro, acostarse en un mueble, ponerse los audifonos y escuchar de cabo a rabo un disco como Kind of blue. Si piensan que ya no hay excusas para entrar a una sala de cine dejen todo lo que tenga y salgan corriendo a verla. No solo se reconciliarán con el séptimo arte sino que volverán a ese viejo ritual de escuchar música flotando en una nube de cannabis.
