Si existe algo que a los maestros no nos gusta es el escuchar de labios de expertos e investigadores “Que la escuela ya no nos sirve”, que se agotó ese viejo esquema en el cual un maestro repetía un discurso a un grupo de estudiantes en la pretensión de que todos aprendan al mismo tiempo, al mismo ritmo y con los mismos métodos. Luego, simplemente, se ordenaba a ese grupo de niños sacar una hojita y escribir una serie de preguntas que nos permitían a los maestros saber y medir cuanto había aprendido ese muchacho; por lo general nos limitábamos a calificar para sancionar, para poner en entredicho las capacidades cognitivas e intelectuales de esos muchachos.
Se hacía lo mismo con las diferentes asignaturas, que estaban jerarquizadas y que se enseñan de acuerdo a un horario, que creo que aún se sigue utilizando, y en el cual se pasaba abruptamente de matemáticas a religión y posteriormente a química o sociales. Y esos muchachos tenían o tienen que permanecer sentados durante seis o siete horas al día aprendiendo cosas que ni les gustan ni les dicen nada.
Lo correcto era que se nos diga que las asignaturas que encerraban o comprendían las artes o las humanidades poco servían o interesaban; pintar, escribir, danzar, crear, soñar... pretender salirnos de ese esquema era, prácticamente, colocarse en la orilla de la subversión. Al niño o adolescente se lo debía domesticar de alguna manera mediante un silencio programado, una actividad limitada y la imposición de unos conocimientos que nos alejaron de las artes, la creatividad o el uso ilimitado de la imaginación.
En cierta forma somos responsables históricamente entre la división de la ciencia y las disciplinas científicas y la creatividad. De ahí que los niño, por lo menos la mayoría de ellos, son poco creativos con el agravante que estudios serios demuestran que a medida que avanza el niño en la escuela disminuye su capacidad de inventiva e imaginación, es decir, que los volvemos más racionales, dogmáticos y preparados únicamente para un mundo laboral que responde a un modelo industrial y empresarial.
Podemos escuchar a uno de los pensadores más importantes de nuestra época, Eduar Punset, sobre su punto de vista de “por qué se aburren los niños en la escuela”, una reflexión necesaria que me he visto obligado a resumir por falta de tiempo en este texto sobre escritura y lectura en las aulas escolares.
Esta reflexión nos permite entender que hemos perdido un valioso tiempo en las aulas escolares pretendiendo enseñar de una forma masiva, grupal, muy parecida a la imposición que tanto rechazamos y criticamos en los sistemas de gobierno. Por supuesto que no es culpa nuestra o por lo menos exclusivamente nuestra, pues para quien es un secreto que se nos imponen desde ministerios, sistemas económicos y dependencias oficiales una serie de currículos, estándares, logros y competencias que nos encierran en viejos esquemas educativos.
Por eso la invitación también es a motivarnos para que empecemos a luchar por una verdadera revolución educativa, no aquella que nos hizo creer que dando el paso del tablero y la tiza al acrílico y el marcador, estábamos respondiendo a las exigencias del nuevo tiempo y de las nuevas formas de aprender y generar saberes, habilidades y conocimientos.
Aún recuerdo a uno de mis primeros maestros que me enseñaba a leer y escribir con unos métodos que hoy me producen algo de risa y mucho rechazo. Y entiendo por qué no fuimos escritores, músicos, poetas, bailarines o tan solo soñadores. Esos métodos nos aterrizaron en la realidad, nos demostraron una y otra vez que escribir es aburrido, leer demasiado harto y danzar o hacer poesía cosa de locos o tipos extraños y lunáticos.
Mi generación se hundió en ese abismo y hoy veo a mis compañeros de aula como empleados que repiten mecánicamente, día tras día, sus acciones, sus pensamientos y hasta sus obsesiones. Son, mejor dicho, se convirtieron, en buenos empleados que soportan largas y tediosas horas sentados, sin protestar, sin preguntarse si llueve o hace sol, sin que nada les importe que en la puerta de ese banco se encuentra un niño llorando de hambre o una madre suplicando por un trozo de pan para calmar el hambre de su pequeño hijo. Nos volvieron racionales y ajenos al arte, a la música, a escribir, a pensar, a ser seres individuales que habitamos una sociedad. Se nos dijo una y otra vez que aterricemos, que no soñemos, que dejemos de volar, que la vida no es juego y que si queríamos ser algo en la vida deberíamos empezar a ver lo verdaderamente importante de la vida: un trabajo convencional con saco y corbata.
Literalmente nos hicieron comer libros, nos hincharon de ellos, nos obligaron a leer obras tan grandiosas como La Iliada o La Odisea en unos viejos mamotretos que nos producían susto, miedo y hasta repugnancia. Libros empastados en cuero o en hojas que nos daban la sensación nos mordían o producían piquiña en todo el cuerpo.
Ya sabíamos cómo sentarnos, como tomar o coger el lápiz o el lapicero, como respirar, como y donde deben colocarse las piernas y hasta donde debe dirigirse la punta del lápiz cuando escribimos. Eso lo sabíamos, hasta me sacaba un cinco en esa lección, me destacaba en esos saberes que me hicieron acreedor a izadas de bandera por las que en casa me premiaban con un par de tortas o un chocolate espeso y caliente.
Pero jamás supe en realdad que escribir, que plasmar en esas hojas blancas que me parecían montañas infinitas de difícil recorrer; jamás escribí un poema, un cuento, una historia o una aventura. A diferencia de Diego que en alguna ocasión escribió una fórmula secreta para volvernos invisibles y escaparnos así de las aulas escolares, una historia que nos hizo sentirnos extraños, raros y osados; pero que fue sancionada cuando el profesor nos sorprendió en la preparación de esa pócima mágica. El pecado de Diego es que había transgredido los mandatos de su escuela y se había atrevido a volar por su cuenta.
Y en ese enredo aun nos encontramos los maestros y la educación, que no el gobierno ni el sistema educativo, pues ellos saben lo que hace y las razones del porque lo perpetúan en las nalgas de nuestros pobres niños. Pienso que lo correcto hubiese sido el que nos propongan el uso correcto de la libertad en la creación y que en vez de tanta matemáticas, física, química o sociales nos hubiesen inculcado el arte, la creación, la escritura y las artes como un estilo de vida. Pero de todas maneras nos hicieron niños come libros que tarde entendimos que lo malo no está en sus páginas sino en la imposición de unas lecturas.
Y en verdad que todo empezó a cambiar para bien cuando descubrí por cuenta propia que los libros no son para comer o devorar sino para sentir que el mundo es y puede ser distinto. Que quienes viven otra realidad son aquellos que se hicieron a la idea de vivir atados a un trabajo, a unas tradiciones o a unas costumbres que les impide tan solo sonreír o llevar alegría a sus seres queridos.
En el arte, concretamente en la escritura encontré un mundo maravilloso que me acercó a la realidad de una manera renovada y diferente, que ayudó a disipar tantos humos de la cabeza por cuanto entendí en la práctica que solo el arte salva y que aquella pretendida racionalidad no es otra cosa que una cárcel sin barrotes que nos impide ver con claridad y serenidad los días de nuestra propia vida.
Durante mucho tiempo viví entre nubes de humo, preocupado simplemente por conseguir trabajo que me permita llevar lo básico a mi hogar: pan, dinero y artículos que nos permitan, por lo menos así lo decían, acercarnos a una vida tranquila, placida y serena.
Y en mi ejercicio docente repetía maquinalmente a mis estudiantes que sean prácticos en la vida, que aprendan para ser alguien en la vida para encontrar un trabajo y alcanzar una pensión como recompensa a años de vida sentada, jarta y aburrida. Si se portan bien tendrán una vejez digna, ese era el mensaje. Y en ultimas lo que enseñaba era a formar seres racionales que con muy poco se contentaban, con un fin de semana de amigos y rumba, con un viaje muy de vez en cuando por los destinos que nos meten entre los ojos, con un vehículo que me permita sentirme superior que mis seres queridos y con un trabajo en el cual te paguen bien.
Estaba agradecido de la vida, de las circunstancias, de vivir tranquilo en la inconsciencia de mis días. Hasta que un día en mi camino se cruzó un libro que me hizo estremecer, que revolvió mi ser, que tocó las fibras de mi alma y entendí que lo importante, lo verdaderamente importante, no está en la sumisión de Las ideas y los pensamientos sino en el arte y la cultura que puedo agregarle a mi vida.
Gracias a ello he logrado independencia económica y emocional, he vislumbrado mundos ajenos en ojos de niños y he disfrutado realmente la vida. Como será esto de bueno que hasta te pagan por hacerlo, por viajar, por conocer, por compartir experiencias, por hablar sobre tu estilo de vida, por permitirte ser de una forma nueva y diferente.
Aquí si es bueno preguntarse cuanto hemos avanzado, quien realmente se queda con el diamante del saber y la felicidad cuando nos convertimos en fabricantes de humo que robamos sueños y deseos. Es cierto que nos imponen desde arriba, desde ministerios y oficinas frías y burocráticas, pero también es cierto que podemos empezar a exigir una nueva forma de educar sustentada en una cobertura adecuada que nos permita conocer y valorar va nuestros muchachos, una escuela que respete los derechos humanos y que no permita hacinamientos ni obligue a los maestros a soportar, literalmente, a un grupo numeroso de estudiantes que no quieren ni aparentan desear aprender. Intentemos cosas nuevas y para ello la lectura y la creatividad son requisito indispensables, se imaginan ustedes una escuela sin notas.? Sin Horarios, Sin calificaciones frías y muchas veces dolorosas.? Es que aquí tenemos que ser sinceros y empezar a juzgar el papel del Estado, pero también nuestro papel como agentes de cambio y revolución.
Confieso que a mí, al igual que a los de mi generación, nos costó caro atrevernos a mirar el mundo y el multiuniverso como aquello que realmente es: una magnífica oportunidad de exploración y aventura, pues siempre vimos todo casi que en un solo color. Nos dedicamos de lleno al trabajo, a ganar dinero, a rodearnos de hermosas cosas inútiles que nos obligaban a trabajos extras y afanes agobiantes que nos alejaban de la verdadera vida. El placer de una lectura o de la delicia e escribir.
Hasta que un día, encontramos nuestro libro, encontramos la posibilidad de un nuevo sendero existencial, y entendimos que lo importante no estaba en la cantidad de saberes acumulados sino en la riqueza de páginas escritas y vividas. Y de ese mundo gris y oscuro dimos el gran salto hacia un nuevo mundo donde la música, el arte, la poesía, la danza eran parte única y presencia infinita de la vida. Descubrimos que somos un libro por escribir y vivir, una generación que necesitaba transformar su entorno empezando por sí mismos, por su inveterada costumbre de repetir actos, usos y tradiciones.
Entonces todo se iluminó, la sonrisa de los niños, el abrazo de la abuela, la caricia de la madre, la suavidad y tersura del gato y aun la misma escuela. Ya nada pudo ser igual… en medio de la danza, la música, las artes, la poesía, la escritura y la literatura nos vimos en un nuevo espejo descubriendo rostros y momentos diferentes y agradables.
En cierta forma nos parecemos como sociedad al mundo descrito por Carlos Villegas en su fabulosa historia “los fantásticos libros voladores del señor Morris Lesmore”; vivimos en un mundo de inconsciencia donde ha nadie parece perturbarle el habitar un mundo desolado, utilitarista y desmemoriado, un mundo donde no importa la palabra, la escritura, el ejercicio de la inteligencia o la expresión franca y sincera de la palabra. Cada día compramos y vendemos, acrecentamos nuestras riquezas, y hasta despertamos y cerramos nuestros ojos cada noche en la simple espera de un golpe de suerte que nos haga más ricos o más poderosos. Pero nada más.
Sacrificamos socialmente y lo que es peor, en el sistema educativo aquello que verdaderamente es valioso y nos permitirá salir de este atolladero llamado Colombia, necesitamos llevar el arte a las escuelas, acercar la escritura y la lectura a los niños, empezar a vernos y sentirnos como seres únicos e irrepetibles que no podemos desperdiciar nuestros días en los dictámenes prosaicos de la racionalidad. En la escuela debemos dar prioridad al arte, a las ciencias humanas, a la literatura libre y espontánea, a la creación natural del niño que terminamos agotándola y agobiándola de deberes que marchitan su espíritu y le enseñan falsamente que lo único valioso es el tener sin alma y sin corazón.
No es tarde, ese fascinante mundo del corazón de los niños nos está esperando, terreno fértil que debemos permitir que florezca para que entre todos podamos ver el nacer de un nuevo día.
No es cierto que el arte es inútil o que una jornada de lectura sea un desperdicio académico, cada día lo debemos comenzar con la compañía de un libro, ir restando racionalidad para ir sumando y multiplicando creación e ingenio.
Si no cambiamos como escuela, si no cambianos como educadores, si no exigimos el cumplimiento fiel y cabal de la absurda manera de educar, difícilmente podremos llegar al camino de la verdadera paz, necesitamos educar seres para la vida y no existencias para las oficinas o los laboratorios: Nuestros directivos y gobernantes deben hacer una nueva lectura de la educación, dejar atrás esos viejos y anacrónicos sistemas en que un niño debe permanecer sentado siete horas para descubrir que la escuela es aburrida y que aprender es un oficio que deja pocas alegrías.
Decía un escritor haciendo referencia a la pandemia de depresión y suicidios en el mundo occidental en uno de sus libros que necesitamos leer detenidamente “menos prozac y más filosofía”, aquí haciendo eco de sus palabras podemos decir que requerimos menos racionalidad y más arte, es decir equilibrar por lo menos en las aulas escolares las horas de ciencias exactas con aquellas que nos hacen verdaderamente alegres la vida: más arte, música y poesía, menos ciencia pura y más sueños revestidos de escritura, música, danza y poesía.
Y no podíamos llegar al final de este texto sin recomendar un poco de humor, de risa, de sátira que nos permita ver que el niño ya no requiere maestros o educadores a la usanza antigua, simples cumplidores de horarios y deberes impuestos, hoy requerimos de verdaderos artistas que nos enseñen los caminos del arte, que nos acerquen a los libros, que nos permitan escribir y decir sin que nos callen con un uno o con una sonrisa sarcástica, maestros que nos enseñen día tras día y jornada tras jornada que vivir vale la pena y que no es justo desperdiciar existencia en la simple y llana espera de los años para completar unas cuantas semanas que nos permitan el beneficio de una pensión. La alegría está en el camino, en el sendero, en la meta por alcanzar.
Así, como esos simpáticos personajes que nos hicieron muchas veces pensar y reflexionar, no tengamos temor de convertirnos en los raros del paseo, en los loquitos de la escuela, en los portadores de risas, alegrías y satisfacciones. Es aquí donde el niño podrá ser libre y feliz y así, solo así, podrá empezar a escribir el propio libro de la vida, el de su vida, el de su sociedad, el de su existencia que aún continúa siendo un mítico cosmos para la infinidad de multiuniversos que se dibujan en las múltiples posibilidades de sus pensamientos.