Quienes deben estar muy felices con la decisión del presidente Duque de autorizar de nuevo el empleo del glifosato para fumigar las plantaciones de coca deben ser los directivos de Bayer. Esta noticia, tan mala para tantos, es sin embargo excelente para una empresa que está sufriendo el impacto negativo de los 10.900 millones de dólares le ha costado a la indemnización al 75 % de las 125.000 personas que en los Estados Unidos la demandaron por los graves daños causados en su salud por el glifosato. Pero no es este el único daño. El otro es el de la caída, igualmente multimillonaria, en las ventas de este herbicida, causada por el descrédito acarreado por la amplia publicidad recibida por este arreglo extrajudicial, suscrito el 24 de junio del año pasado.
Cierto, el monto de las compras de glifosato que va a hacer el país para cumplir la orden presidencial resultará reducido si se compara con dichas cifras multimillonarias. Pero la elevación de la moral de los directos de Bayer en estos difíciles es impagable. Ni en sus cálculos más optimistas contaron con que el presidente de una nación suramericana que ellos probablemente tienen dificultad en ubicar en el mapa, estuviera dispuesto a exponer a su propio pueblo a los riesgos implicados en el uso de un herbicida “potencialmente cancerígeno” para la OMS. Y realmente cancerígeno para los jueces norteamericanos que han dando la razón a quienes, siguiendo el ejemplo pionero del jardinero californiano Dewayne Johnson, atribuyeron el cáncer contraído al uso del glifosato.
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Tristeza de quienes creemos que no merecemos un presidente capaz de proseguir a sangre y fuego la guerra contra la coca y dispuesto a envenenar a nuestros campesinos con tal de perpetuarla
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Pero la alegría de los directivos de Bayer, dueña de Monsanto, es la tristeza de todos los que creemos que no merecemos a un presidente que no solo es capaz de proseguir a sangre y fuego la guerra contra la coca sino que está dispuesto envenenar a nuestros campesinos con tal de perpetuarla. Motivos no le faltan, eso sí. Al fin y al cabo esta guerra ha cumplido un papel crucial en la estrategia de expansión de la frontera agrícola del país en beneficio de los viejos y los nuevos latifundistas.
La colonización de las tierras vírgenes del Catatumbo, el Magdalena Medio, el Sinú, Urabá, el Meta y el Caquetá la realizaron en el último medio siglo campesinos sin tierra que querían tenerla talando la selva. Y que pronto descubrieron que, debido al tratado de libre comercio, los únicos cultivos que podía realmente competir con la competencia extranjera, eran los ilícitos: la marihuana, la coca o la amapola. Cultivos que, para acrecentar sus desgracias, comenzaron a ser fumigados con glifosato, por lo que se vieron obligados a adentrarse una vez más en la selva para abrir nuevas tierras de cultivo. Y así sucesivamente.
No acabó allí sin embargo esta espiral infernal. A las fumigaciones se sumó la llegada de los paramilitares y con ella el desalojo de las tierras de cultivo tan duramente ganadas por los campesinos y que finalmente han terminado con la compra forzada de las mismas por los latifundistas que hoy argumentan que las compraron ignorando que sus dueños habían muerto o huido. Y que por lo tanto se niegan a restituirlas a sus legítimos propietarios, tal y como establecen los Acuerdos de Paz suscritos con las Farc.
Para mí el empleo del glifosato entre nosotros resulta inseparable de esta barbarie.