Nos hemos preguntado por qué un gobierno tan aparentemente débil e incapaz como el de Duque-Uribe no ha podido ser “frenado” o “neutralizado” por la ciudadanía o los sectores populares, a pesar que ha retado de diversas maneras a los movimientos sociales y a las fuerzas democráticas, no solo negándose a dialogar sino asumiendo una actitud provocadora y agresiva.
Dicha actitud se materializa en la desidia y el desprecio como manejan la problemática de la violencia, las masacres y los asesinatos de líderes sociales; el saboteo al proceso de paz; el apoyo irrestricto a las acciones criminales de la policía y la satanización de la protesta social (caso del 8 y 9 de septiembre en Bogotá); los intentos por desprestigiar y destruir la JEP y/o cooptar las cortes judiciales; y cómo colocan su economía por encima de la salud en el manejo de la pandemia.
Además, ese comportamiento autista y autoritario se manifiesta también en la forma como manipulan y monopolizan los llamados “órganos de control”, la Fiscalía General de la Nación y la dirección del Banco de la República, en donde combinan cierta soberbia y sobradez con formas aparentemente moderadas, populistas y “almibaradas”, mientras preparan —casi a escondidas— las reformas que ahora consideran indispensables para atender la pandemia como la laboral, pensional y tributaria.
En ese sentido es importante recordar que:
1. La oposición democrática, incluido el progresismo y la izquierda, obtuvo una votación importante en 2018 (más de 8 millones de votos).
2. Ese resultado electoral fue relativamente confirmado en las elecciones locales y regionales de 2019, en donde el uribismo fue derrotado en importantes ciudades y departamentos.
3. A finales de ese año (2019) se desencadenó una movilización social (21N) de importantes dimensiones, que se compara con el último Paro Cívico Nacional realizado en 1977.
4. Las denuncias y evidencias sobre la forma fraudulenta como Duque se hizo elegir, habían logrado desprestigiar y debilitar al gobierno ante la opinión pública.
Las razones que se plantean para explicar esta situación en la que Duque avanza “con nadadito de perro”, tienen que ver con que el gobierno logró construir una coalición mayoritaria en el Congreso, o sea, “que no es tan débil”; que el impacto de la pandemia le ha dado un respiro, a pesar de los problemas que implica; que cuenta con el apoyo de los principales medios de comunicación, algunos de los cuales se han alineado abiertamente con el uribismo; y además, que las fuerzas de oposición no han diseñado una estrategia unificada.
Aunque esas razones pueden ser ciertas, pienso que es necesario revisar con mayor detalle la naturaleza y el carácter del gobierno de Duque. En anterior artículo planteamos que Duque como gobierno es un fracaso. No obstante ha sido útil para su “manager” Uribe y el Centro Democrático, y les ha cumplido hasta donde ha sido posible. El carácter de su gobierno está determinado por las necesidades de Uribe y de las diversas mafias (narcos, burócratas, banqueros) que paulatinamente se han apoderado de este país y del Estado.
En ese sentido es importante identificar los cambios que se están operando al interior de las castas dominantes. El avance electoral de un candidato como Gustavo Petro ha alertado a las altas cúpulas de la oligarquía colombiana. Con Santos lograron desmovilizar y desactivar a las Farc, y hoy pareciera que con eso se conforman. Entienden que en el nuevo escenario las fuerzas alternativas y de izquierda pueden llegar a la presidencia de la república, y esa percepción ha empezado a unificarlas alrededor de una estrategia que por ser macabra puede parecer increíble y suicida.
Un hecho que debe alertar a todos los sectores democráticos es que existe una especie de inacción gubernamental ante el avance de la violencia en muchas regiones. Ese es un aspecto central ligado al control mafioso de la economía, del Estado y de la vida. Lo comprueban numerosos estudios nacionales e internacionales que muestran cómo durante la administración Duque todos los indicadores de violencia han crecido en forma alarmante. Es algo realmente preocupante.
Hace pocos días el representante a la Cámara, John Jairo Cárdenas Morán, denunció hechos muy graves en el sur del Cauca. “En Argelia parece existir un pacto de no agresión entre la fuerza pública y los distintos grupos armados”, aseveró y complementó: “Lo que afirma la gente es que el Ejército prácticamente no realiza ninguna acción ofensiva contra esos grupos”. Y todo indica que es la actitud asumida por el ejército en todo el territorio nacional.
Así recrean la “nueva guerra” e imponen la percepción de inseguridad. Necesitan que los grupos armados ilegales —sin importar su origen o actuar— crezcan y se fortalezcan. Como no lograron destruir la JEP, ahora recrean las condiciones que le dieron vida al “embrujo autoritario”. Con los “entrampamientos” del anterior fiscal general (NHMN) forzaron a un sector de comandantes farianos a rearmarse, acción que les sirvió para posicionar la idea de que esa violencia es resultado de los acuerdos de paz y una estrategia “castrochavista”. Hacen trizas la paz.
Todo lo anterior lleva a pensar que este gobierno es un instrumento para realizar un sistemático y calculado asalto a la institucionalidad existente. Parecieran estar quemando las naves de la precaria democracia colombiana, y no solo como un intento uribista sino como una acción concertada del bloque dominante. Perciben los avances de los sectores democráticos como una amenaza a sus intereses, y no están dispuestos a ceder en lo más mínimo.
Su modelo económico, dependiente de la extracción de materias primas, del narcotráfico y de la informalidad, que es obra de una oligarquía permeada por toda clase de mafias (narcos, burócratas y contratistas corruptos, banqueros parásitos y usureros, etc.), a pesar de las apariencias está haciendo agua, y ellos no están dispuestos a concertar soluciones estructurales con los pequeños y medianos productores, los trabajadores, los profesionales precariados, los campesinos e indígenas, y otros sectores sociales, y prefieren el camino de la antidemocracia y el autoritarismo.
Es por ello que los sectores democráticos debemos replantear nuestro accionar. No será con acuerdos burocráticos de cúpulas electorales como podremos enfrentar el reto que tenemos al frente. Hay que acudir, convocar y articular a los amplios sectores independientes y sin partido que no quieren saber de peleas y debates de egos y orgullos, que solo llevan a más división. Con esos sectores se puede y debe construir el escenario para canalizar y encauzar el estallido social que inevitablemente detonará en el futuro inmediato.
No se trata tampoco de desesperarnos y llamar a la movilización y la protesta cuando en plena pandemia es otro desgaste. Se trata de tejer y construir acuerdos locales y regionales, que repercutan en Bogotá y a nivel nacional y nos preparen para enfrentar seriamente al enemigo común. Todas las fuerzas deben ser tensionadas y unificadas. Si tenemos claro el diagnóstico, será relativamente fácil concertar la estrategia y las acciones para consolidar ese frente político y social.
Nota. La acción de alcaldes y gobernadores que mantienen su autonomía e independencia frente al gobierno nacional debe ser respaldada sin ninguna reserva, dado que han sido casi los únicos actores que han logrado “frenar” al gobierno nacional.