A los siete años de edad ya hacía uso de mi plena razón debido a que de esa época tengo vagos recuerdos…vagos pero lo que importa es que había recuerdos. Hasta entonces no se vivía un fenómeno televisivo en las pantallas colombianas desde los tiempos del entrañable “Don Chinche” quien de la pluma y dirección intachable del maestro Pepe Sánchez (Q.E.P.D.) reunió a las familias colombianas alrededor de las aventuras del afable maestro de obra Chinche, su “socio” Eutimio y su poco convencional mascota, el marrano “Pipo”. Entonces, cuando aun los hogares colombianos no se reponían de la salida del aire de “Don Chinche”, llegó el carismático samario Carlos vives, la hermosa cartagenera Florina Lemaitre, y una pléyade de artistas nacionales encargados de inmortalizar la obra musical del maestro Rafael Escalona a partir de un argumento sencillo, pero hermosamente adornado con las notas del acordeón de Egidio Cuadrado. A partir de aquel 15 de enero de 1991, “Escalona” se tomó las tardes de domingo de las salas hogareñas colombianas: fue hermosa, sencillamente majestuosa.
Pero no solo fue un reto televisivo, sino el baúl del tesoro abierto por Carlos Vives para encontrarse consigo mismo; hasta la fecha, Vives era reconocido como el simpático actor juvenil de “LP: loca pasión” y “gallito Ramírez” que había dado el salto hacia el rock en español, tan en boga en los adolescentes ochenteros que no se identificaban ni con los ritmos tropicales traídos de Venezuela ni con los sensuales bailes del quinteto puertorriqueño que operaba bajo el mando de Edgardo Diaz. El talento del joven samario era innegable, pero faltaba algo, (y no precisamente el mediático matrimonio con la Niña Mencha).
Es entonces cuando los maestros Bernardo Romero Pereiro y Sergio Cabrera -encargados de darle forma al argumento de Daniel Samper-, pensaron en Vives sin haber necesidad de casting: encontraron al Escalona perfecto y Carlos Vives encontró la cereza del pastel en su propia búsqueda: la clave estaba en el rescatar al vallenato lanzándole una tabla de salvación llamada rock. Sabía que lo iban a crucificar como lo hicieron con Rafael Orozco e Israel Romero en 1976 cuando se atrevieron a incluir bajo eléctrico y batería a los tradicionales cantos de Francisco el Hombre. Era consciente de los rayos y centellas que iban a caer sobre él, pero sabía que valdría la pena. De esa época aún conservo con especial veneración los vinilos “Escalona: un canto a la vida” Volúmenes I y II y el famoso “Clásicos de la Provincia”, el álbum que lo cambió todo.
Vives se reencontró y puso sobre la mesa aquel concepto, algo complejo de analizar desde el purismo de la industria musical: la fusión. Demostró con creces que los ritmos tradicionales colombianos y en especial el vallenato, siempre y cuando mantengan la métrica de los cuatro aires fundamentales (paseo, merengue, puya y son), pueden ser fusionados con otros ritmos e instrumentos y convertirse en auténticas bombas musicales.
Aquel Clásicos de la Provincias reventó estadios, coliseos y plazas de toros en Latinoamérica y Europa y los puristas del vallenato se debieron tragar sus palabras.
Hoy, 30 años después, Vives hace un homenaje a ese hermoso momento en que recibió la llamada de parte de Sergio Cabrera:
- Hermano, no acepto un no como respuesta, ¿quieres ser Escalona?
Junto a sus amigos entrañables, lanzó al mercado en la noche del 18 de abril el álbum “Escalona nunca se había grabado así”, una obra que reúne 10 selectos temas con un sonido fresco y poco comparable con el de hace 30 años; un homenaje a su juventud, a su búsqueda, al vallenato, al maestro Rafael Escalona Martínez, a mi infancia y la de mis amigos, a su agrupación “la Provincia”, a sus amores y desamores, a sus hijos, a su guitarra, y a sí mismo.
Esta mañana devoré el álbum completo y volví a la nostalgia; recordé cómo con mis compañeros de escuela cantábamos a viva voz “el Testamento” (tema introductorio de la serie); recobré de jalonazo mi uso de razón aquella horrible tarde en que Jaime Molina moría de desamor después de una parranda monumental de tres días con sus noches, embebido de ron, sin parar de cantar el estribillo de “Consuelo”: “(…) ¡Ay! que de mi corazón asegúrate, de todo mi amor asegúrate, de mi corazón asegúrate tú…que de todo tu amor, me aseguro yo” (sobra decir que hoy, aún después de viejo, se me escurren un par de lágrimas al escuchar la “Elegía a Jaime Molina”, el canto vallenato más hermoso que se haya escrito jamás, recordando a los amigos y familiares que se me adelantaron en el camino). Y ni qué decir cuando al “Cocha” Molina se le salió la cola de diablo por la bota del pantalón mientras Omar Geles (el Compadre Simón) interpretaba las notas de “la Gota Fría” del viejo Zuleta en el acordeón, mientras Escalona cantaba el credo al revés y mandaba al diablo a la quinta paila del infierno.
Sí. El nuevo álbum de Carlos Vives es una bella pieza, monumental, igual que la teleserie “Escalona”, apenas comparable con los “Clásicos de la Provincia” y profundamente nostálgica como aquellos “Cantos a la vida” de 1992.
Solo aspiro a encontrarme a Vives alguna vez en cualquier calle, darle las gracias sin resquemos alguno, darme el gusto de invitarlo a un tinto y pedirle sin ninguna vergüenza -se lo debo a mi generación- que me firme mis tesoros musicales con nombre y apellido; también una foto que irá para mi egoteca. Tampoco aceptaré un no como respuesta -se lo debo al pequeño Alejandro Cabezas de hace treinta años, se lo merece-.