Como si fuera un partido de fútbol del mundial llegué a la cita del 23 de febrero, día que Juan Guaidó había convocado a miles de voluntarios para ingresar la ayuda humanitaria a Venezuela. Desde temprano prendí el televisor, con sus respectivos acompañamientos, tinto, galleticas, almohadas cómodas y mucho entusiasmo. Se trataba de presenciar en vivo y en directo una jornada épica, en la que caería el dictador Nicolás Maduro.
Las acciones prometían ser suculentas, en especial por el concierto previo Live Aid Venezuela, donde artistas de todos los pelambres desfilaron llamando a la libertad y la democracia, desde las tierras de Cúcuta, mientras al otro lado languidecía el concierto Hands off Venezuela. Para rematar la dicha apareció Guaidó, el nuevo libertador, con su sonrisa de galán y vestimenta millennial, eufórico por haber logrado atravesar la frontera.
Después del éxito del concierto, el sábado empezó el reality Venezuela Libre. Casi todos los canales trasmitían en directo, Caracol, RCN, NTN, CNN, etc. Hablaban sin parar de las estrategias que tendrían para ingresar las ayudas humanitarias, pero terminaron reducidas a una sola: voluntarios cogidos de la mano irían acompañando los camiones hasta llegar a las barricadas del gobierno de Maduro. La tensión fue creciendo, así como la trasmisión en directo y mi entusiasmo de televidente.
Las palabras iban también en aumento, “falta poco, ya van a desertar los militares, sus horas están contadas, ya entró el primer camión…” En fin, no faltaba ningún componente al dramatismo de esa mañana. En ese sentido no hubo desilusión para quienes, como yo, seguíamos con dedicación voyerista una revolución popular en vivo y en directo. Algo tan importante como “La caída del muro de Berlín” según nuestro presidente.
Desafortunadamente las acciones fueron progresando en violencia, pero no en eficacia. La ayuda nunca entró, las deserciones militares fueron pocas, aunque emotivas, y la aparición de los políticos latinoamericanos fue lánguida. El presidente Duque, seguido del desgastado canciller Trujillo, el presidente Piñera, el presidente casi desconocido de Paraguay y el presidente de la OEA, con pinta de lagarto, rodearon a Guaidó, un tanto perdido y sin conexión con su gente.
Las acciones fueron progresando en violencia, pero no en eficacia.
La ayuda nunca entró, las deserciones militares fueron pocas, aunque emotivas,
y la aparición de los políticos latinoamericanos fue lánguida
Después de varias horas, de repente, se suspendieron las trasmisiones cuando las cosas habían desembocado en pedreas y gases lacrimógenos como si se tratara de una marcha estudiantil en Bogotá. Parecía que los canales se hubieran cansado y dieran paso a su programación habitual sin dar ninguna explicación; así que tuve que seguir los hechos basada en lo que salía en Twitter y en algunos portales de dudosa calidad y procedencia donde anuncian noticias de última hora, que luego resultan un fiasco.
Hasta llegué a pensar, para mantener mi ánimo conspirativo, que esa suspensión se debía a que probablemente estaba en desarrollo otra de las estrategias de Guaidó y sus acompañantes. Pero, que decepción, no pasó nada distinto a lo que ya había ocurrido. Así que cuando se retomaron las trasmisiones nos dejaron por fin saber que todo había sido un fracaso, que Maduro cantaba victoria y bailaba feliz en Caracas y Diosdado señalaba la cara de tristeza de los políticos que rodeaban a Guaidó.
Quedaba entonces la última carta en manos del joven presidente venezolano, que el grupo de Lima le apoyara una acción armada. De manera que la incertidumbre se trasladó al lunes en Bogotá. Lo que siguió, para mi ánimo voyerista, fue el nuevo frente de batalla, esta vez en las redes sociales donde unos abogaban por la guerra y otros criticaban ferozmente al presidente Duque por propiciar una intervención militar de Estados Unidos a través del suelo patrio.
Esta nueva batalla resultó tanto o más jugosa que la del sábado en los puentes de la frontera. Pero llegó la reunión del Grupo de Lima y se desinfló la guerra, se desinfló Guaidó y se desinfló el combate en las redes sociales. Ni Colombia tocó la trompeta de guerra, ni los cancilleres apoyaron ninguna medida parecida. Todo se limitó a más medidas diplomáticas y pacíficas. Y yo quedé frustrada con ese nuevo reality. Entonces me di cuenta lo atractivo que resulta ver una guerra desde la cama o por redes sociales. ¡Bruta!, me dije, estoy peor que cualquier uribista, como no soy la que va a exponer el pellejo, no me importa que otras personas sufran gases lacrimógenos, disparos o la miseria general que significa un conflicto. Y desde el lunes me prometí recuperar mi pacifismo, embolatado ese fatídico 23 de febrero.