El discurso del secretario general de la ONU, Antonio Guterres, en la 76 Asamblea General de la organización dejó serios interrogantes sobre el futuro inmediato de la humanidad, y en especial sobre los instrumentos para intentar salvarla.
El hecho de ser de la reunión 76 y el carácter del discurso indican que el importante organismo, por boca de su máximo dirigente, deja en claro su larga inoperancia para alcanzar los objetivos nobles que se plantearon en 1945 quienes la conformaron, pero a su vez advierte —muy seguramente con datos científicos indudables y una visión franca de lo que el mundo es hoy— que vamos camino del infierno.
Una aceptación honesta de la realidad que tenemos en frente donde la paz y la seguridad internacionales dependen del arsenal militar disponible por parte de sus principales gestores, hoy ni siquiera separados por ideologías sobre el papel de la economía sino dispuestos, por medio de esta, a demostrar que finalmente somos presas de otro tipo de competencias cuyas raíces son aún más complejas que el predicado egoísmo para acumular riqueza.
La exacerbación del nacionalismo, la raza, la identidad, los objetivos, en fin, de lo que constituye el núcleo inamovible de las diversas culturas se ha sobrepuesto al deseo original de la Organización de Naciones Unidas de fomentar la amistad y la cooperación para solucionar los conflictos entre los pueblos que —por el momento doloroso de las guerras que acababan de pasa— se rigió por el concepto razonable de que en el fondo todos los hombres pertenecíamos a la misma especie, y de que el entendimiento apenas era consecuencia lógica de esa realidad.
Y en esa misma línea, el respeto de los derechos humanos tampoco ha tenido mejor suerte. Su violación ha sido pan de cada día y la tendencia posmoderna a poner los sentimientos por encima de la razón como criterio de verdad constituye una regresión imposible de concebir mentalmente, pero pronta a darse la pela mediante la alevosía y la violencia. Y no por parte de cualquier protagonista, sino desde la misma cúpula rectora de la democracia, como lo postulan los Estados Unidos.
Sin desconocer todo lo logrado en este largo tiempo por la Comunidad de Naciones, es apenas comprensible la mirada desengañada y angustiada del secretario Guterres ante lo poco que hemos aprendido y avanzado en solidaridad, posiblemente porque los fundamentos occidentales que motivaron su actuar no fueron todo lo comprensivos para vincular a los más débiles y el poder de sus principales gestores lo convirtieron apenas en un rey de burlas de sus controvertidos intereses estratégicos y militares.
Sin embargo, como lo exige su cargo, se declaró esperanzado y dijo que “la interdependencia es la lógica del siglo XXI”. Una verdad de a puño que los hechos presentes parecen descartar, pero cuya razón de fondo —los peligros apremiantes que corre la existencia de la especie— se hace cada vez más sentida, sin que sepamos los mecanismos a los que finalmente estemos abocados si intentamos sobrevivir los 7000 millones, o si aquella esperanza se limita a unos pocos, que no por ello les garantiza librarse del caos que ronda a todos.
Seguramente, de no mediar el asentimiento general debido en especial al libertarismo occidental en boga y las creencias y religiones fundamentalistas de oriente y sus alrededores, las necesidades perentorias sugerirán soluciones atávicas que debieron tomar enemil veces diversos ancestros nuestros para sobrevivir en millones de situaciones calamitosas, donde ante el peligro inminente de la desaparición del grupo
—para el caso varias veces mil millonario— no quedaba otro camino que unificar el mando y obligar al resto a seguir sus designios salvadores.
Y más comprometido si el camino es someternos de inmediato a la naturaleza, cuando hemos rebasado sin consideración su capacidad de aguantarnos y el único remedio es renunciar a muy buena parte del consumismo y confort excesivo que muchos consideramos única razón de la vida. Asumir la biomimesis, que no es otra cosa que adaptarnos a vivir bajo sus leyes de autoensamble y alto rendimiento, eliminando los incontables desechos con que actualmente afectamos su estabilidad.
Una solución jarta para tirios y troyanos, y más para quienes como los latinoamericanos poco tendremos que ver en su conformación —aún inédita, pero que debe estar caminando— y para la que seremos los últimos en la fila.