Toda película es un evento personal, hay películas para las cuales nacimos, hay otras que, por muy elogiadas que sean, deben permanecer en el anonimato, si no nacimos para degustarlas, mejor esperar que los gusanos nos devoren y dejar que otros las juzguen bien. Por eso, nada más que por eso, trataré en el siguiente cometario de ser lo menos objetivo posible, pues el oficio de comentar, así lo haga un genio como “André Bazin” siempre estará motivado por las filias y deseos de aquel.
¿Qué entendemos por película?, no lo sé, una película puede ser cualquier encadenamiento de imágenes que amarradas con sonido y condimentadas con colores logre transmitir una emoción, cualquier emoción, incluso repugnancia, que es una de las más bellas invenciones elaboradas por bípedo alguno que se precie de hacer algo.
Una película pues, es un acontecimiento personal, una realidad sagrada e inviolable, que, sin embargo, violamos y profanamos con los dos sentidos: oído y ojos (sonido e imágenes), nos clavamos en ella, ya que no con carne, si con nuestra razón y sensibilidad. Soy sensible (muchas veces insensible con los insensibles que dicen que el cine colombiano carece de sensibilidad) al cine colombiano ya que nunca una película extranjera (Scorsese, Coppola, Abel ferrara: dioses) no han logrado conmoverme como sí lo han hecho: Víctor Gaviria, Luis Ospina, Carlos Mayolo. Padre, hijo y espíritu santo; quizá exagero, entiendan que, aunque este urdidor de palabras se proclame ateo, no ha logrado abandonar los principios católicos, como todos los citados anteriormente, salvo Luis Ospina.
Cuando vi por primera vez Rodrigo D No futuro (1991), más o menos en el 2011, ya llevaba un tiempo justo escuchando música punk, tenía por aquel entonces quince años, veía cine por cable y en la noche encendía mi televisor, que, en realidad, no era mío, sino de mi padre. Miento, no lo encendía yo, era él quien le echaba candela. Una de aquellas noches me tropecé con Rodrigo, mi papá, nunca riguroso, me dejó contemplar aquel canto fúnebre a la Medellín de finales de los ochenta. Fue un chispazo, como contemplar el Sol y quedar viendo nada mientras los ojos se adaptan a la luz abrasadora, pero las corneas mueren, quemadas.
Eso fue, una brutal conciencia que, a mis virginales quince años, amparado por los favores del destino, no había conocido. Digamos que era yo consciente de que caminaba, pero después de ver Rodrigo no fui lo que era y, a diferencia de antes, ya no caminaba, sino que me daba de cara contra la realidad. ¡Salí herido! Pero desde aquella brutal noche de un mes que no recuerdo, me di cuenta de que Víctor Gaviria sería un autor con el que estaría de acuerdo en todo. Y así fue que conocí el cine de Víctor.
Pasados unos años, y ya con el desarrollado cáncer de la cultura, la vi con otros ojos, aunque querido lector (sí es que hay lectores de este humilde artículo), ¡quién afirma que no soy tuerto o ciego! La verdad es de los curas y de los políticos. En fin, ya con abundantes barbas (miento) he logrado discernir algunas cosas que antes no, como las siguientes:
“El Punk como hilo conductor de las imágenes”, digo esto porque sin música punk la película es irrealizable, pienso mucho en esto, sobre todo en que las canciones, por encima de Víctor Gaviria y de las imágenes, acentúan una atmósfera. Entre las canciones, una que me parece tenebrosa, y que, incluso, el mismo Ozzy se asombraría escuchándola es: Profanación de nóicanaforP (léase al revés). Una de las líneas dice: “Fría niña violada”. ¿Fría niña violada?, acaso esa línea no define el sentido de toda una generación que se tiró de cabeza al vacío, mejor, de una generación que fue violada por la infamia de la violencia y la recién nacida industria, ya de algunos mesecitos, de la cocaína. Y Víctor, inteligente, se sirve de esta canción cuando las imágenes nos sirven un gran plato de desgracias. Oh, canta diosa la cólera aciaga de Rodrigo… y las canciones cortas, ya no con el fúnebre acento del Black Metal, sino con la vulgaridad exquisita de las guitarras estridentes y la batería hecha con cuero templado de vaca que debían mojar para que no se entiesara, y que juntos, guitarra y batería, creaban el sonido destemplado de una ciudad en ruinas. Entre estas canciones, alejadas del existencialismo de profanación, se cuentan los temas de Mutantex, que en pocas palabras son gritos de amor-odio, aunque de más odio, a la ciudad y a sus calles, a los ladrillos y los traídos, a las motos y el embale, a las mujeres, a todo y contra todo. De corta duración y de efecto contundente, ejemplo: Ramera del barrio, Estúpidas miradas, Dinero.
Sin el Punk Medallo, la generación del no futuro, la película no hubiera sido. En cuanto a la cámara, es una posición ética el no hacer giros ni reproches vanguardistas, es una cámara que toma lo esencial de cada situación, sin exagerar. La realidad es. Giros simples, trávelin, primeros planos o planos detalle de baquetas, de guitarras, de revólveres. Un guion sin excesos retóricos, donde el lenguaje oral no se sustituye como en muchos frustrados intentos de retratar los dialectos de la calle. Es simple y minimalista, el punk condiciona los planos, y como sabemos, las letras del punk de antes, solían ser elaboradas con palabras desprovistas de la suntuosidad estúpida como la que utilizo en estos momentos mientras hundo las teclas del PC.
Al final Rodrigo se mata y con una ironía y un humor negro suena: “no te desanimes, matate” de Mutantex. La cuestión es que Víctor no juega con los sentimientos del espectador, de ahí ese craso distanciamiento por medio de la letra en el final de fuertes humores trágicos: “toma mi consejo y hallarás salida/ no te desanimes/ Matate. Ya para cortar de un tajo el hilo frágil de las palabras terminaré diciendo: “This is your house. Welcome to hell my friend” Quería hablar de cine y hablé más de música, por eso advertí desde el Génesis que el Apocalipsis no sería objetivo.