Pensé en decirle esto al oído, como lo hacen tantos con la convicción de que usted no olvidaríalas palabras. Pero ya ve que cambié de idea y le envío esta tormenta de palabras escrita con el corazón agitado y las manos temblorosas. Descubro que tengo prisa en contar, en decir. Hace años no escribía como si fuera la hora de cierre, con las sílabas apiñadas entre los dientes, atropelladas al momento de coronar los labios. Había olvidado el placer de este vértigo irreverente propio del relato urgente, del mensaje apasionado, de la crónica salvaje. Y ahora es usted, rector de corbata prolija, el depositario de este reverdecer de letras y afanes.
En Bellavista, Chocó, hay una plaza de tierra, desolada y bordeada por algunos arbustos que además de sombra dan guayabas. La que cierra la plaza no es una capilla, es una escuela. Escuelita de tablones, sillas desconchadas, tizas que perdieron su nobleza, y un tablero verde, brillante donde cuesta hacer visible un a,e,i,o,u. También en Bellavista la cantina está vacía, el centro de salud en ruinas y la oficina del corregidor asegurada con un candado oxidado; solo media docena de botellas de aceite, unas libras de sal y una fila de jabones azules indican que el pueblo no se ha muerto porque todavía hay gente que cocina pescado, sala la carne y lava sus ropas.
Pero le repito, rector, que hay escuela porque allí padecí un extrañamiento del tal intensidad que aún años después de lo vivido me impide recobrar la serenidad.
Volvía de mi viaje por los dos saloncitos desiertos, sus pisos tatuados de humedad y los techos florecidos de hongos; salía de la oscuridad de las ventanas cerradas como los párpados de dos grandes ojos que no verían a Pinocho, si estuviera, acaso, dibujado en algún cartón; tragaba la saliva polvorienta que me queda en la boca cada vez que se me muere una ilusión; fijaba mi oído en los cantos de los loros para sacar de mis entrañas el silencio de esa escuela sin canciones, sin coros, sin, por lo menos, murmullos; exponía mis pupilas al sol iridiscente de las dos de la tarde cuando ellos se presentaron ahí.
No sé quién los llamó ni cómo llegaron (uno lo hizo a pelo de caballo porque lo vi —jinete sin camisa— cruzar la plaza al trote). Simplemente los encontré —de pie,sonrientes, recién bañados—.Eran más de cinco y menos de diez los que me acosaban. “¿Cierto que usted es la maestra?”, me increpó una de ojos negros, directos, seguros. “¡No nos diga que no!”, insistió el que confesó, de entrada, que no se sabía el alfabeto. “Que usted sí es la maestra…¡No nos diga que no!”, rogó otra, mirando al piso, con la voz apretada.
Y yo, rector, les dije que yo no era la maestra. Y los deje ahí, al pie de la campana, con el cuaderno limpio, el lápiz dispuesto y el corazón de niños otra vez roto, otra vez herido, otra vez engañado. Crucé la plaza verde sin mirar atrás. Ya no me olía a guayaba, ni buscaba las sombras de las copas, ni los loros cantaban para mí. El mundo fue silencio rotundo, mudez; no sentía calor ni frío; no veía el cielo, ni azul ni cargado de nubarrones, porque no existía. Todo arriba era un gran vacío, y abajo, un prado gris que yo pisaba con afán, como quien escapa avergonzado.
Retomé la ruta. Alcancé la hilera de soldados, fiscales, periodistas y me puse entre estos —mis colegas— y los últimos soldados. Caminé a ritmo de milicia por entre la selva hasta llegar al verdadero destino, y mientras las fogatas espantaban zancudos, alacranes, arañas, grillos y demás bichos nativos, reanudé mis tareas de profesora de la Universidad de Antioquia. Notas de campo, datación de la observación, acercamiento a las fuentes orales, y todo eso que usted, bien sabe, exigen los protocolos de investigación.
A una altitud de 22 metros sobre el nivel del mar, a 07° 32’ 07´´Norte y 76° 53’ 05’’ Oeste comenzaron a cavar. José Manuel Rendón se lanzó a la fosa apenas reabierta para llegar a las tapas de los viejos ataúdes. Dos décadas de humedad casi deshicieron los esqueletos. De su hermano apenas quedó un fémur y poco más de un kilo de astillas y dientes; de su padre, varios huesos largos, la quijada y algunas vértebras mohosas. El forense tomó los huesos empantanados, apenas los limpió con una brocha y los empacó en bolsas rojas que anunciaban un contenido singular: material biológico.
A punto de caer la noche, desandamos lo andado y regresamos a Bellavista. Hasta la champa, donde acomodamos equipajes y evidencias judiciales para viajar por agua hasta Antioquia, llegaron los niños de Bellavista: los que esperan, como a un milagro, la aparición de una maestra. Los vi decir adiós con las manos levantadas, con los labios apretados. Me hundí en la canoa abatida por la culpa. Entonces pensé en proponerle, señor rector, el trato que aquí le pido: cambiarle mi flamante título de doctora por un año de magisterio en la escuela de Bellavista. ¿Acepta el reto?