La realidad se hace formidable ante nuestros ojos. La responsabilidad ya es individual. La fortaleza se convierte en una impronta que debemos llevar cuando salgamos al mundo. El sistema ya nos pide a gritos una salida a pesar de los riesgos que se corren. El sustento de familias enteras así lo piden. No obstante, las dificultades que vivimos cada vez que estamos en contacto con el exterior se hacen más evidentes.
El pánico cada vez se hace menos si consideramos que las cifras de infectados y de muertos en el país van en descenso, aunque estos números también van en sintonía con una menor cantidad de pruebas aleatorias realizadas a la población. Por lo tanto, la apertura económica decretada por el gobierno cada vez beneficia a más y más personas, no solamente a los empresarios, a los comerciantes, a quienes dependían del comercio y de la economía que estaba en ciernes en torno a la pandemia, sino también a los consumidores de estos servicios que se ven beneficiados.
Así recuperando no solamente la vida productiva de las ciudades, sino también la vida social de los ciudadanos que estuvieron encerrados casi 7 meses en sus hogares por culpa de un virus que quiso doblegarnos e intentó hacerlo. Sin embargo, al final parecemos ganar la batalla contra un intenso enemigo que nos arrebató seres queridos, amigos, conocidos y compatriotas. Un virus que, si bien es cierto que no ha terminado su accionar, podemos decir que nos encontramos más preparados para afrontar sus embates y sus arremetidas. Un virus que nos enseñó que la humanidad necesita solamente de unión y de solidaridad para enfrentar monstruos invisibles como estos y que cada vez proliferan más en nuestro ambiente.
La espera larga por fin terminó. Ante la agonía que muchos estaban experimentado desde sus hogares y la continua ansiedad que se sufría —que, si bien es cierto, no ha terminado del todo—, la apertura se convierte en un aliciente para esas personas que necesitaban salir, que necesitaban sentir, que necesitaban entrar de nuevo y que poco a poco necesitaban pasar de una lúgubre realidad a una normalidad al menos de forma. La agonía de una triste espera ya terminó, ahora nos quedó una ardua y nada fácil tarea y es la de acostumbrarnos a vivir en una normalidad aparente, donde los protocolos son el pan de cada día a cada lugar al que nos dirigimos, donde nuestros héroes son todo el personal de la salud que tanto se sacrificó y sacrifica por nosotros, donde la tecnología se apodera cada vez más de nuestra cotidianidad. Esa es la realidad que vivimos y que viviremos hasta que el virus deje de ser una amenaza para la salud mundial.
La espera ya finalizó, regresamos y con todo. Ya es un hecho el retorno del hombre, paso a paso, a la cotidianidad que tanto extrañamos en estos meses, por eso lo mejor es no solamente volver a empezar, porque no necesitamos solo volver, necesitamos empezar a volver. Hay que volver a empezar, es cierto, pero también empezar a volver.