Ante la avalancha de narraciones que quieren abarcar un gran universo, hay escritores minimalistas que prefieren partir de un microcosmos para narrar sus ficciones literarias. Estos escritores son, por lo general, modestos no solo en el arte de contar, sino también en su forma de narrar, que siempre es breve y económica. Este es el caso del narrador colombiano Oscar Seidel, quien se inició en la literatura con el relato corto, y hoy nos entrega su primer libro de cuentos cortos traducidos al idioma alemán.
Seidel, cuyo abuelo fue un pionero de la educación en la ciudad costera de Tumaco (Colombia), nació en esta ciudad, bañada por las aguas del mar Pacífico, y donde los ancestros africanos, producto de la esclavitud y el cimarronaje, aún continúan vivos. Como nieto de alemanes afincados en el Pacífico colombiano desde principios del siglo XX, Seidel ha sido un escritor bifronte al que le ha tocado beber de la cultura europea y de la cultura de raíces afrocolombianas.
Tumaco, conocida como La Perla del Pacífico no solo por el brillo y la inmensidad de sus paisajes, sino porque en sus playas se encontró la perla más grande del mundo hallada hasta el momento, que nos ha dado deliciosos sabores, sonidos y colores; también es cuna de grandes escritores que en su poética nos han permitido entender procesos de resiliencia, mostrando —además— sus formas de lucha contra una violencia que los persigue más allá de sus costas. Así mismo, representan lo enigmático de la naturaleza y la unión del hombre con la misma, formando un alma terrígena.
En estos cuentos cortos abundan cuestiones e inquietudes enmarcadas en una dinámica mitológica. Su sentido literario está anclado en un entorno donde se unen las fuerzas de los seres imaginarios y reales. Hace vivir las memorias y los dinamismos de las acciones humanas que desfilan por el mundo de la fantasía regional junto con los cíclicos movimientos marinos, el correr de los ríos, y la enigmática selva, donde rondan sus personajes cuyas acciones se ajustan en aforismos, refranes y alusiones incisivas. Se percibe en sus escritos la visión sobre las fuerzas naturales que fluyen, se armonizan y se conservan unidos en el andar de la vida humana.
Por lo tanto, el autor entiende y exalta la cultura del Pacífico al unificar y sincretizar las vertientes raciales de lo negro, lo indio y lo europeo en una distribución de hombres y mujeres que traspasan el pasado y llegan al presente de diferentes formas y coexisten en las tradiciones religiosas, mágicas y filosóficas propias del Pacifico.
Los acuarelistas del mar
Fuimos dos pintores bohemios cuya obsesión era dibujar el mar. Mi socio de farras y labores, Miguel Ángel, pintaba mejor cuando estaba ebrio. El cuadro más importante que hizo fue “La Bahía Iluminada”, que no alcanzó a terminar porque lo empeñó en la taberna del francés Jean Pierre –de quien decían había llegado prófugo de la prisión de Cayena en la Guayana francesa–, antes de morir en su última borrachera. Me había comprometido con él que, si fallecía, yo le daría las últimas pinceladas como muestra de mi admiración por su obra.
Fue entonces cuando decidí retirar “La Bahía Iluminada” de la taberna, en donde se había convertido en un espectáculo para los ojos de todos los clientes; sin embargo, la cuenta era tan alta que sólo quedó la opción de retar al francés a ver quién aguantaba más aguardiente. Si yo perdía, le entregaría todas mis acuarelas marinas y, si él, yo dispondría del cuadro “La Bahía Iluminada”. La apuesta duró cinco días seguidos, con esporádicos descansos para desayunar y comer. El único testigo fue el hijo del tabernero, autorizado para traer comida y más aguardiente cuando terminase.
Al quinto día, a las tres de la tarde, el tabernero se desmayó de la borrachera. Descolgué el cuadro y regresé tambaleante al taller con la intención de que, a los tres días, después de descansar y reponerme del guayabo, iría al sitio desde donde mi amigo Miguel Ángel pintó “La Bahía Iluminada”.
El día del compromiso estaba nublado. Manejé la canoa hasta el sitio desde donde se divisaba la bahía. Tenía en mente y espíritu dicho paisaje, y terminé el cuadro de unas cuantas pinceladas. En realidad, la obra quedó perfecta, pero al regresar a la cabaña me cogió la tormenta, el cuadro se mojó, desapareció el boceto, y solo quedó una mescolanza de colores como una pintura abstracta. Acongojado lo colgué en el taller con la esperanza que volvería a pintar “La Bahía Iluminada”.
Con el correr de los días, me arropó una nostalgia terrible, la pereza y la desazón se apoderaron de mí; hasta que la quietud se vio alterada por la llegada a la isla de un barco con turistas franceses. Tamaña sorpresa me llevé por parte de esos personajes, quienes arrimaron a mi cabaña y observaron lo que quedaba del cuadro de mi amigo. Después de contemplarlo por buen rato, el guía de la excursión me manifestó que ellos estaban decididos a comprarlo.
Asombrado por esa locura - puesto que yo solo veía en él un pegote de colores- decidí venderlo, al final, allí no estaba reflejada “La Bahía Iluminada”. El cuadro abstracto se exhibió en el Salón des Independenst de Paris, con el título de “Acuarela 301” de un tal Kandinsky. Debido a la cotización del cuadro, me enteré que lo estaban subastando por millones de francos, esto me pasó por ser tan idiota y desprendido del dinero, y desde ese momento algo en mí se murió por la injusticia cometida, que me trajo consecuencias muy funestas.
Me estresé, mi vida cambió, y tomé una determinación ante el acoso al que me vi sometido por parte del Museo de París y, del fantasma de Miguel Ángel que se puso furioso, y se me apareció todas las noches con el reclamo de no haberle cumplido: No volver a pintar acuarelas. Tiré al mar todas mis obras, la paleta de colores, los pinceles, y demás elementos de pintura. En cuanto a los franceses - que me presionaron para que pintara más acuarelas marinas, y les pusiera el sabor del trópico con el fin de impresionar a los críticos de artes - tuve la pésima idea de presentarles al tabernero Jean Pierre, quien estuvo preso en Cayena por falsificar cuadros de pintores famosos. Todavía negocian con el arte abstracto.
Ahora soy pintor de brocha gorda en el Ministerio de Obras Públicas; trazo la línea amarilla divisoria de la nueva carretera que une esta isla con el continente. Ya veré hasta donde llego. Sí el ánima de mi amigo vuelve a aparecer, "le pinto la cara" con mi indiferencia.