Desde el Caribe inmenso que nos cubre con su salitre de magia y resistencia, avistamos lo que la geografía de la piel enseña con sus lecciones de historias y vilipendios tan marcados como un hierro candente en las posaderas del esclavo perpetuo.
Desde acá recibimos a la diáspora que viene de Venezuela con sus angustias maduradas a punta de hambre y decepción del paraíso prometido por el Socialismo del siglo XXI: el cruel espacio de los semáforos con sus rutinas en tres colores los acoge de manera perversa y nosotros -al sentirnos levemente superiores- con altanería entregamos la misericordia que nadie nos ha enseñado a ofrecer.
El mes de mayo trae unas lluvias intermitentes en este Caribe de patios reales e imaginarios, que acariciamos como los últimos resquicios de libertad. Libertad amenazada por la voracidad del cemento y el ladrillo que en nombre del progreso nos pone una lápida de civilización no merecida.
También llega la abundancia de moscas y demás abejorros que nos anuncian que la naturaleza está cambiando por las lluvias y la renovación de la resequedad en el paisaje por la verde piel de la hierba que huele a muchacha nueva por la mañana.
Somos caribes en medio de las adversidades de un país melancólico y alegre. Que llora sus muertos en medio del fandango. Que se repone de una masacre con un carnaval financiado con el gasto público. Que se resiste a la paz como si fuese un embeleco de la política y no una necesidad de la vida misma para morir de aburrimiento algún día.
Empezar a comprender que el gen de lo asesino y de lo intolerante que somos no es una maldición chibcha ni tampoco algo que se pueda borrar con desmanchador de supermercado. Pero si vencer a punta de argumentos (no de bala) políticos -no en el Congreso- pero si en la sociedad abierta y en libre juego democrático, que por lo menos nos ilusionen con creer que si es posible creer en la democracia como sistema y desmontar todos los miedos que nos acosan desde la Transilvania en que se ha convertido la política entre nosotros.
Vivir en el Caribe de los miedos y los atrevimientos es un grito de fe
que la vida compensa y que nos hace maldecir los calores
porque nos sofocan hasta los últimos pelos del cuerpo
Vivir en el Caribe de los miedos y los atrevimientos es un grito de fe que la vida compensa y que nos hace maldecir los calores porque nos sofocan hasta los últimos pelos del cuerpo, pero también es el sudor que nos limpia de las impurezas que nos acosan.
Vivir y sufrir en el Caribe también es recordar que estamos hechos más de sal y de agua que otras cosas. El mar no se ve a lo lejos ni se siente en la limpia brisa que nos besa; el mar anda con nosotros como un termostato que nos regula las ganas de parir hijos y de mandar a la quinta porra a los asesinos de la tranquila e imperturbable calma con la que la canícula nos tiene en un reposo de ingenua inteligencia.
Coda: pero también es pertinente aclarar que por calmados y alegres no se nos debe confundir con ser bobos, estamos cansados también de estar en la cola de las cifras y fotografías de la pobreza de este país de pocos ricos y muchas mezquindades.