Vivir a pie
Opinión

Vivir a pie

Somos el resultado de nuestras decisiones y nuestros pasos

Por:
enero 02, 2023
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Bogotá sería una ciudad majestuosa si se pudiera caminar mejor. Sería una ciudad distinta: menos impersonal y más reflexiva. Llevo 40 años viviendo aquí y aunque he podido caminarla, con cierta frecuencia y extensión, unos cuantos pasos siempre me quedan pendientes. Nunca bastan. No solo por la inseguridad (la real y la imaginada) y el clima temperamental (que hace lo que se le da la gana) sino también porque durante mucho tiempo esta ciudad creció y se desarrolló para los objetos y no para las personas. Supongo que en sus diálogos confidenciales el asfalto, el automóvil y el edificio charlan muy a gusto de su calidad de vida. Y aunque todo parece estar cambiando, de a poco y con demasiado esfuerzo, aún falta -valga la coincidencia- mucho camino por recorrer. En esta ocasión no me refiero a los millones de transeúntes que día a día atraviesan Bogotá a pie con trayectos definidos y definitivos: un trabajo, un refugio o una cita concreta y a quienes mucho bien les haría un metro o un mejor sistema de buses. Más bien, hoy me detengo a pensar en el caminar sin propósito, la deriva de los pasos que, como decía el artista Santiago Castro en la descripción de una de sus obras, nos lleva al descubrimiento de los espacios banales de la ciudad.

No se trata de un asunto menor si se concibe el caminar en toda su amplitud. A pesar de lo mecánico y común que pueda parecer, caminar tiene un sentido mucho más profundo. En efecto, el simple ejercicio de los pasos implica la presencia activa del cuerpo en el espacio. La amalgama de dos territorios: nosotros y nuestros alrededores. Si nos fijamos bien cada vez que caminamos, e insisto que esto requiere algo de atención, el tiempo también se transforma, se prolonga y de alguna manera se detiene. Por esta razón los días en que mucho se camina, parecieran días mucho más largos. Caminar es un buen negocio con el tiempo.

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David Le Breton. sociólogo y antropólogo francés cuenta que en su país en los años cincuenta, las personas recorrían a pie en promedio siete kilómetros y hoy en día,  trescientos metros

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Hace poco me encontré en un quiosco un libro interesante sobre la relación entre la felicidad y el caminar, su autor David Le Breton, además de soportar sus conclusiones en cientos de testimonios de caminantes, sostiene que cada vez se camina menos. El sociólogo y antropólogo francés cuenta que en su país en los años cincuenta, las personas recorrían a pie en promedio siete kilómetros y hoy en día, ese promedio se ha reducido a trescientos metros. Tal situación, explica, hace que las personas estén cada vez más ausentes del mundo, no solo desde lo físico sino también desde lo moral. Basta mirar la gente pasar para darse cuenta que a muchos el mundo los tiene sin cuidado. Ya no importa más. En cambio, el peregrino, tal vez la forma más bella y honesta de llamar al caminante, mantiene su vida disponible y tangible y “rompe con la exigencia de eficacia, la rivalidad y la rentabilidad”. Un acto de resistencia nada despreciable.

Leyendo La Vida a Pie (así se llama el libro) comprendí que caminar es una forma de presente, un movimiento sutil en el ahora; una acumulación, en la proporción y dirección que se quiera, que construye el camino mismo. Una situación bastante próxima a la experiencia de la voluntad de vivir. Esa fuerza, muchas veces silente, que construye el lugar en el que nos ubicamos a cada momento. Todas y cada de las decisiones que hemos tomado, estamos tomando y tomaremos, sin excepción, nos llevan a un espacio preciso y específico. Las decisiones, incluso las que parecen violentadas y ajenas, constituyen la esencia de cada presente y su idea adyacente (y tan escasa en estos días) de responsabilidad propia. En ese sentido caminar es una metáfora sumamente acertada sobre vivir. Somos el resultado de nuestras decisiones y nuestros pasos. Nada más y nada menos.

Ojalá algún día Bogotá vuelva a ser una ciudad de caminantes extraviados, de “reivindicadores de la lentitud” diría Le Breton, y que al transitarla podamos observarla con detenimiento y atención. Es posible que a fuerza de tanto afán y desconfianza ni siquiera sepamos dónde vivimos y qué nos rodea, y por esta razón nuestra ciudad se siga presentando ante nosotros desconocida, ajena y sospechosa.

Publicada originalmente el 10 de octubre 2022

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