Colombia es un país donde las aceleradas reformas neoliberales de los 90 acabaron casi todas las políticas sociales. Excepto en regiones o ciudades que por cortos períodos y solo durante la vigencia de los mismos tuvieron unas políticas sociales de cobertura general. Las dos políticas de mayor alcance que subsisten son las de comedores comunitarios, que dan comida a las personas más vulnerables, tales como niños, ancianos e indigentes y las de vivienda.
Estas últimas ofrecen subsidios de vivienda para los sectores bajos y medios de la población, pero el dinero se transfiere directamente a las constructoras. Es innegable que ello ha logrado que en Colombia, durante varias décadas, se haya mantenido una participación importante de la construcción en el PIB, que genera además trabajo. Pero, como Colombia es un país dividido jurídicamente por estratos (Segregado por ley en 6 estratos socio-económicos, en donde 1 es el más pobre y 6 el mas rico), esto contribuye a la perpetuación de la desigualdad, ya que las viviendas para los más pobres se construyen en los lugares más alejados y con menor cobertura de servicios y transportes, mientras las de los sectores medios están ubicadas en lugares más accesibles.
Muchos de los recursos, de las personas pobres que acceden a estas viviendas terminan en los bancos, a quienes hipotecan las viviendas para poder pagar las cuotas de amortización, lo que incluso originó una crisis económica de grandes magnitudes en los años 90. Esta política sí ayudó con el crecimiento económico, pero no distribuyó ingresos, por lo menos no de arriba abajo, sino al contrario: quitando ingresos a los más pobres para darlos a los bancos, y generó una burbuja hipotecaria que ha logrado que los precios de la vivienda en Colombia sean absurdos, logrando que un apartamento de estrato 5 en el Chicó, una de las zonas ricas de Bogotá, cueste lo mismo que uno similar en Manhattan.