Para 1936 la Universidad de Salamanca llevaba unos 700 años mal contados como centro de educación, entre otras cosas, de derecho y filosofía. El 12 de octubre de ese año, según corre el mito, se escuchó en el paraninfo del claustro, y en boca de los simpatizantes del bando sublevado (el bando del ejército que dio pie a la Guerra Civil Española y la consecuente dictadura franquista), el grito de "¡viva la muerte!". Por ese entonces el filósofo y literato Miguel de Unamuno era el rector de la universidad y, también según el mito, no pudo contener su indignación ante lo que entendió como una expresión "necrófila" que equivalía a decir "que muera la vida". A renglón seguido, se decía, Unamuno expuso un pensamiento que si bien pudo no haber sido articulado en el candor de la situación, ciertamente hacía parte del pensamiento consolidado del filósofo: vencer no significa convencer. Meses después Unamuno moriría recluido en su casa y despojado del título de rector, mientras Franco se dedicaba a reproducir Guernicas.
En forma análoga lo expresaría —ya sin relación con Salamanca y toda la historia—Stefan Zweig al narrar la historia de "una consciencia contra una violencia" en Castellio contra Calvino: "matar no significa convencer".
En contraposición, nadie duda que la fuerza bruta es la manera más efectiva de alimentar las morgues y los hospitales, incrementar el negocio de las prótesis de brazos y piernas, ampliar las tierras destinadas a cementerios y reducir los desagradables gastos en empleo, pensión y educación que demandan y demandarán quienes son hoy hombres y mujeres jóvenes.
Todas esas "virtudes" utilitarias no parecen compensar, creo yo, la sedimentación de nuevos campos de batalla y el abandono de un potencial de construcción de paz (por precario e imperfecto que sea) para pasar a la lógica de la aniquilación. Aquí mis razones:
En primer lugar, la aniquilación del enemigo no es la paz. Cuando mucho es un armisticio. Los círculos de violencia se ratifican con cada manifestación puntual, de forma tal que el peso de la sangre corre largamente por las generaciones y eventualmente alimenta actos desesperados de venganza, justicia por propia mano, reivindicación y tantas otras formas de violencia fanática. Un golpe al otro no es la nobleza de la espada que veía Borges, sino un boomerang que bien puede tardar, pero siempre regresa.
En segundo lugar, de la misma forma que un carro bomba no convence a nadie de la causa política de quien lo lleva a cabo, tampoco "restaura la confianza en las instituciones" el que se emprenda una cruzada de probadas falencias que no solo culmina con la muerte del otro, sino que expone la vida de quienes, se supone, intenta defender.
Lo curioso, no obstante, es que este despropósito de multiplicar las muertes se defiende a partir de una figura muy cara a un sinnúmero de cosmogonías: la figura del héroe, la materialización del ideal de guerrero que no solo lucha por la patria, sino que está dispuesto a morir por ella.
Esta idea se basa, por un lado, en la nobleza de la causa por la que se lucha. Sin embargo la nobleza es un estandarte que todos los bandos reclaman para sí —eso hizo, por ejemplo, el bando sublevado— por lo que la noción es dudosa, máxime si se usa para plantear una dicotomía moral que divida al mundo entre amigos y enemigos. Todo ello sin mencionar que las guerras nobles están extintas hace mucho tiempo, soterradas bajo los testimonios convulsivos del shell shock.
Por otro lado, la prevalencia de esta forma de pensar depende del desprecio de valores como la vida y la voz en el campo político, pero sobre todo, depende de la manutención de unas condiciones propicias para la producción de la muerte (condición necesaria para el heroísmo). De alguna forma, el anhelo por un héroe es el deseo (inconsciente —espero—) de ver al otro morir con el propósito de ensalzarlo. Sin embargo, ese propósito no es condición suficiente para justificar la muerte de tantos, más aún si se tiene en cuenta que el heroísmo es por definición excepcional.
A diferencia de los héroes clásicos, los proyectos de lo que llamarán algún día "héroes de la patria" no han sido bañados en las aguas del Estigia, no se alimentan de ambrosía y no pueden confiar en la certeza de la inmortalidad al no ser hijos de los dioses. Con la promesa de la gloria —una promesa que nadie puede cumplir— se conjuran razones para banalizar sus vidas y vitorear sus muertes.
El peón de la nobleza que tiene que morir para adquirir sus laureles es, no obstante, el producto de una decisión política: aquella que propicia espacios y tiempos en los cuales "matar" tenga entre sus acepciones "convencer", en los cuales sirva de consuelo que los vivos canten "¡viva la muerte, muera la vida!".