El distanciamiento de la dirigencia política que administra la ciudad con los bogotanos es cada vez mayor, la agenda de la alcaldesa Claudia López esta construida sobre la “infectocracia” y el terror estatal basado en datos descontextualizados.
El gobierno de la ciudad en los últimos días ha retomado medidas que suponen un divorcio total con los ciudadanos y ponen en riesgo la vida misma de millones de ciudadanos, hoy rehenes por cuenta de más confinamientos. La política pública de alcaldía está basada en la miope idea de combatir la pandemia cortando la cadena de transmisión viral a cualquier costo. Sin importar que ese costo sea la vida de los ciudadanos, su libertad, trabajo, patrimonio e ingresos.
La primera cuarentena, aquella dictada en marzo de 2020, tenía sentido. El sistema de salud necesitaba fortalecerse para responder a los desafíos de una pandemia, especialmente, los relacionados con la protección del personal de salud, dotaciones de insumos y la activación de protocolos para una nueva normalidad. El costo que asumió la ciudadanía fue enorme y doloroso, pero comprensible. Solo quedaba ser responsables, cuidarnos, seguir adelante y reconstruir nuestras vidas.
El nuevo año era la oportunidad de recuperarnos y adaptarnos a la nueva normalidad. Solo para encontrarnos que la administración de Bogotá le había tomado gusto a las políticas totalitarias y facilistas como confinarnos cuando los números sanitarios se deterioraran. El secretario de Gobierno actuando como alcalde encargado, mientras la alcaldesa se tomaba vacaciones, dispuso retomar el confinamiento rotativo de localidades mientras la ciudad se acercaba a una ocupación de 100% en las camas de cuidados intensivos.
La perspectiva de un colapso del sistema sanitario de Bogotá suena aterradora, pero en realidad esconde que Bogotá, una ciudad de 8 millones de habitantes y un presupuesto anual de más de 6000 millones de dólares, solo tiene disponibles poco mas de 2.323 camas de cuidados intensivos. En contraste, Barranquilla una ciudad con cinco veces menos habitantes dispone de 718 camas de cuidados intensivos. Es decir, si Bogotá tuviera una capacidad sanitaria similar a la de Barranquilla, debería tener en estos momentos unas 3.600 UCIs, un 50% más de las que tiene actualmente, y tener digamos unos 2400 usuarios necesitando esos equipos en realidad debería representar una ocupación del 66%, cercana a la que tiene actualmente la capital del Atlántico, y no implicaría la catástrofe sanitaria que la administración López nos quiere vender.
La debilidad estructural de la capacidad sanitaria de Bogotá sería injusta achacársela a la administración actual. De hecho, la robusta capacidad sanitaria de Barranquilla tardo décadas en construirse. En realidad, Bogotá poco avanzó los últimos años en la construcción de una infraestructura hospitalaria fuerte, el último gran hospital distrital construido, el del Tintal fue contratado por la administración Moreno en 2009 y terminado en 2015, aunque en su momento entro a funcionar con grandes problemas estructurales en sus salas de rayos X y de cirugías. Recientemente, la administración Peñalosa dejó contratada la construcción de los hospitales de Usme, Bosa y la reconstrucción del San Juan de Dios-Santa Clara, aunque este último ya contaba con una minúscula área habilitada, en la única contratación significativa de infraestructura hospitalaria de la administración Petro, con una funcionalidad limitada porque no todas las intervenciones cumplieron los requisitos mínimos para dar atención al público. Aún siguen en espera, la torre dos del Hospital de Meissen y la torre de urgencias del Hospital de Kennedy, ambas en proyectos desde 2009. Los Hospitales de la Felicidad en Fontibón, la ampliación o construcción de nuevas sedes de los Hospitales Simón Bolívar en Usaquén y el Hospital de Suba, sin mayores avances desde hace una década.
La débil infraestructura hospitalaria de Bogotá es consecuencia de la desidia, incompetencia, mezquindad o negligencia que en distinto grado han tenido al menos los últimos alcaldes, Enrique Peñalosa, Gustavo Petro, Clara López, Samuel Moreno, Luís Eduardo Garzón y Antanas Mockus. Pero ninguna administración demoró tanto el desarrollo hospitalario de Bogotá como la administración Petro, cuya gestión significó canalizar recursos requeridos para la ampliación hospitalaria de Bogotá concentrando esfuerzos y recursos en reconstruir el Hospital San Juan de Dios, en lugar de subsanar la histórica segregación espacial hospitalaria a la que están sometidos los habitantes del sur, sur occidente y occidente de Bogotá, de hecho Suba es tan poblada como Barranquilla y está lejos de tener una capacidad hospitalaria acorde a su población, o Bosa que no tiene un solo hospital con Unidades de Cuidados Intensivos a pesar de tener más habitantes de Bucaramanga. Una situación lamentable que no excusa las malas decisiones de la actual alcaldesa al frente de la ciudad.
Regresar al confinamiento a un año de hacerse pública la emergencia del coronavirus es la demostración del fracaso del gobierno de Bogotá. Esta vez no se trata de una política de fortalecimiento del sistema de salud, cosa que por cierto se hizo débilmente el año pasado. En esta ronda de confinamientos selectivos, se pretende evitar que la mortalidad se incremente arriba de los políticamente aceptable para la alcaldesa y su gobierno pusilánime, fue ella quien no tomó decisiones inteligentes y quien pretende descargar en los ciudadanos la responsabilidad colectiva de malas decisiones de algunos particulares que no se cuidaron en diciembre y de políticas desacertadas de su alcaldía y de sus secretarios.
El uso del confinamiento para retrasar el desastre de la administración López destruye la carta de derechos fundamentales de la Constitución, varias libertades ciudadanas son violentadas con esa medida, la libre locomoción, la libertad de reunión, la privación de la libertad por reclusión en el hogar sin sentencia judicial previa y sin derecho al habeas corpus, se limita la libertad de conciencia de aquellos que consideran a esa medida ineficaz e injusta, el libre desarrollo libre de la personalidad y el actuar en comunidad, pero sobre todo al reconocimiento de todas las personas nacen libres e iguales ante la ley y que no serán discriminadas, menos aun por su lugar de residencia, pero el más angustiante es la sistemática destrucción del derecho al trabajo y a la vida digna de muchos Bogotanos.
El cierre de los lugares de trabajo está teniendo repercusiones graves e inmediatas sobre las actividades corrientes no solo de empresas y comercios, también de trabajadores informales, de cuentapropistas, de personas que están en la activa búsqueda de empleo, exponiéndonos a todos a un riesgo elevado de insolvencia.
Las políticas de confinamiento son en realidad un crimen de lesa humanidad, un crimen que consiste en la sistemática destrucción de los medios de producción y supervivencia lo que causa grandes sufrimientos contra la integridad física, la salud mental y la salud física de millones de ciudadanos que vivimos en esta ciudad. Precisamente, el inciso k del articulo 7 del Estatuto de Roma hace referencia a esa delito de lesa humanidad a la par de otros crímenes atroces como el exterminio, esclavitud, tortura, apartheid, desplazamiento forzoso, entre otros.
Bajo la política denominada Bogotá Cuidadora, la alcaldesa Claudia López pretende maquillar lo que siempre ha representado su estilo político, uno donde los ciudadanos dependan del Estado para sobrevivir y a cambio solo muestren lealtad y obediencia absoluta. La relación entre el Estado y el ciudadano en la Bogotá de Claudia López se puede resumir en una frase: “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. Bogotá experimenta hoy un gobierno fascista, una forma de totalitarismo que aspira a intervenir en la totalidad de los aspectos de la vida cotidiana de los ciudadanos. Para Claudia López su administración al frente de Bogotá ha sido el laboratorio de políticas para doblegar al ciudadano arrebatándole el miedo a la libertad, como decía Erich Fromm. Cualquier forma de acción individual no es aceptable, por eso debemos quedarnos en casa para simular que la situación es estable y que ella tiene todo bajo control, así como cuando Mussolini consiguió que los trenes funcionaran con puntualidad, así la escasez, la pobreza y las derrotas se multiplicaran.
La doctrina López se basa en el tratado desigual ante la ley, donde se debe castigar a todos los ciudadanos por los errores del Estado y por la irresponsabilidad o descuido de algunos ciudadanos en tiempos de pandemia. Tampoco, se pueden elevar criticas contra ella o su estilo de gobierno, porque entonces nos hará victimas de la dictadura de la corrección política, seremos acusados de misóginos cuando se escude en su condición de mujer, de homofóbicos cuando su escudo sea su preferencia sexual, de clasistas cuando lo haga en su condición de hija de una profesora y persona de clase media, de petristas comunistas cuando le digamos que los pobres están pasando hambre o de uribistas feudalistas si hablamos de empresarios quebrados y comercios que cierran. Salir a la calle en tiempos de Claudia López se convirtió en un delito, ejercer la libertad de reunión es casi como terrorismo pandémico, la libertad de expresión es prerrogativa exclusiva de ella, así sea para expresar su xenofobia ante los migrantes venezolanos, el chivo expiatorio del colapso de la seguridad en Bogotá.
Claudia López nos ha mostrado que un gobierno matriarcal es tan abusivo como uno patriarcal. Su pretensión de castigarnos al enviarnos a la cama sin cenar debe servirnos para levantarnos y decirle que no pagaremos impuestos para ella. Parafraseando el orgulloso grito rebelde de los comuneros de 1781 le decimos: “Viva Bogotá, abajo el mal gobierno”. Este año no tendrá predial ni debe tener ICA, ni registro automotor, es preferible pagarle con multas y sanciones a la próxima administración, que ser esclavos tributarios de una tiranía.