Desde el periodo colonial, las comunidades indígenas de Colombia han sufrido un sistemático desprecio, que se materializa en acciones en contra de su bienestar, de su cultura, de sus territorios, de su lenguaje y tradiciones. De igual manera, desde el lenguaje, se han creado una serie de estereotipos negativos que justifican la agresión permanente, ya sea por acción o por omisión por parte de diversos sectores, en especial desde el Estado. Esto se evidencia, en el hecho de que solo hasta la constitución del 91 se indica que Colombia es un país diverso. Ese reconocimiento tardío, precario en su aplicación, aún exótico para millones de colombianos, que aún no son capaces de reconocer a las comunidades indígenas como grupos humanos, compuestos por hombres, mujeres y niños con derechos ciudadanos plenos, hace que aún su existencia sea percibida desde el lente turbio del racismo y desde una especie de colonialismo trasnochado. Esta perspectiva perversa, enquistada en el tejido cultural, posibilita que se ejerza contra nuestras comunidades ancestrales graves actos de violencia directa, estructural y cultural, manifestadas en asesinatos, en agresiones, en situaciones de desplazamiento forzado de sus territorios. En otras palabras, el Estado colombiano y la sociedad les ha fallado a sus comunidades ancestrales desde siempre.
El último episodio en esta larga saga de violencia, discriminación y exclusión ocurrió la semana pasada, en Santa Cecilia un poblado en Risaralda, cuando un grupo de siete soldados, decidió agredir sexualmente a una niña emberá chami de 13 años. Los hechos, que aún están en proceso de investigación, fueron denunciados por las autoridades indígenas. Los agresores confesaron el crimen y la Fiscalía del señor Barbosa les imputó el delito de acceso carnal abusivo, lo que resulta un claro despropósito jurídico, pues el testimonio de la hermana de la víctima, publicado en la revista Semana, sugiere que los soldados forzaron a la niña a irse con ellos hacia el paraje donde fue violentada sexualmente. Esto daría las bases para acusarlos del crimen de acceso carnal violento.
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Para la Fiscalía la niña es responsable de la agresión de la cual es víctima, una absoluta canallada, ejemplo de que la justicia no es equitativa y que es un sistema misógino y patriarcal
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Si bien el delito imputado no representa necesariamente una rebaja de pena, la condena social si es diferente, ya que ese detalle en la acusación, sugiere que la niña acepta tener relaciones sexuales consentidas con el grupo de soldados. Lo cual es absurdo. Es decir, según la entidad a cargo de impartir justicia, la niña es responsable de la agresión de la cual es víctima, lo cual es una absoluta canallada y un ejemplo claro de, por lo menos dos cosas, primero, que la justicia no es equitativa y privilegia a unos ciudadanos, por encima de otros, segundo que es un sistema misógino y patriarcal que privilegia al agresor masculino sobre la víctima femenina, la cual, por su género es culpable de haber “provocado” su propia agresión.
Este tipo de maniobras sucias, lo que pone de manifiesto es como el sistema termina protegiendo de alguna manera al agresor y por ende justificando el delito, lo cual tiene graves implicaciones para la sociedad y envía un mensaje nefasto a futuros agresores. Como si este exabrupto de la Fiscalía General de la Nación no fuera suficiente, una senadora del partido de gobierno, opta por revictimizar a la niña indígena sugiriendo que se puede tratar de un falso caso, cuya finalidad es desprestigiar al ejército. Semejante apreciación, ante un crimen horrendo, cobarde, muestra el nivel de precariedad moral y ética al que algunos miembros de la clase política del país han llegado.
Finalmente, la sociedad en su conjunto amplio y diverso debe entender que el cuerpo de las mujeres, de las niñas, de las jóvenes, de los niños y adolescentes no son objetos sobre los que se tenga control o propiedad, para ser violentados. Así mismo, es necesario que el sistema comience a modificar su actuación en estos casos, que los entes de justicia conduzcan investigaciones serias, rigurosas, equitativas, que se imputen los delitos adecuadamente y no por complacencias ideológicas o políticas. Solo si comenzamos, como sociedad, a reconocer la violencia estructural que permea este tipo de casos, que los justifica y permita, podremos avanzar a reducir los niveles de agresión sobre esta población. No es un tema de penas, es un tema de educación y de aplicación de la justicia, la cual debe ser ciega y justa, porque debe proteger a todas y todos, sin importar género, origen étnico, condición sexual o ideológica.