Un Cristo descuartizado, escarchado de quemaduras; un Cristo poderoso, compañero, irradiante es el que testimonia la vida tras la masacre de Bojayá, en el Chocó, por el Atrato colombiano. Ocurrió el 2 de mayo, en la iglesia del lugar, hace 21 años, y las musas Cantaoras de Pogue lo entonan a manera de alabao entreviendo que “los que hicieron el daño no sienten ningún dolor”.
Fue la brutalidad hambrienta de las Farc y las autodefensas paramilitares, esa gula por una riqueza que trae pobreza extrema, el tráfico de drogas, de personas, de minería ilegal, toda esa porquería que sigue incesante mientras los discursos se atiborran de paces, la que causó la muerte de más de cien personas calcinadas. Un cilindro bomba, un estallido, el desenfreno encarnizado contra una población que tiene sangre y herencia africana llegada hace cientos de años a esta tierra huyendo de la brutalidad esclavista de entonces.
Mayo es el mes de celebración de la herencia africana, el mes de Changó el gran putas mes de memoria de la diáspora violenta y forzada que se fundió en este mapa nacional entre comunidades afrocolombianas, negras, raizales y palenqueras. Mes del Cristo viviente, poderoso y negro de Bojayá.
Parece imperar la locura por estos lados. Politiqueros y comentaristas se rasgan sus corbatas, levantan la ceja e inflan las papadas, indignados porque Francia Márquez, la vicepresidenta afrodescendiente, una mujer que ha habitado la pobreza, la dignidad y la superación, esté de gira por África con pensadores y artistas afrocolombianos buscando alianzas. Les resulta, en cierto modo, que entre pobres nada hay que hacer, que el Pacífico y África son tierras ricas para explotar, para arrasar, pero comunidades imposibles para hablar, para pensar, para construir algo mirando el pasado común, la sangre común, el gesto común, casi tan solo habitantes incómodos de tierras necesarias para el comercio y la violencia.
Era lo mismo que pensaban las Farc y las autodefensas que hicieron correr sangre y fuegos en Bojayá.
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Los diarios están llenos hoy de testimonios de Salvatore Mancuso, un criminal irredento, un sanguinario que ahora de buenas a primeras se atribuye dar la verdad, dar sanaciones y atribuir culpas
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En la locura que parece imperar por estos lados todo ocurre como si nada hubiera ocurrido, así es que las primeras páginas de los diarios están llenas hoy de testimonios de Salvatore Mancuso, un criminal irredento, un sanguinario armado de motosierras y huestes de asesinos que ahora de buenas a primeras se atribuye dar la verdad, dar sanaciones y atribuir culpas. Mancuso, después de tanta sangre, habla ahora con certezas, con superioridad, en un país simplemente hastiado de medias verdades de verdades siempre mentirosas.
Procusto es un aterrador personaje de la mitología griega que gozaba descuartizando viajeros, a quienes engañaba ofreciéndoles posada y satisfacción.
Los cristos siempre sobreviven a los procustos. Junto al Cristo de Bojayá estará pronto el Cristo sobreviviente de la masacre en el Palacio de Justicia, una masacre ocurrida 17 años antes de la de Bojayá.
Otra especie de Procusto, uno que dijo defender “la democracia, maestro” tendrá que venir a responder algún día a pesar de que acá lo fueron salvando entre magias de expedientes judiciales. Está, se dice, en Estados Unidos y parece que no lo aceptarán más allí. Se trata de Alfonso Plazas Vega, coronel que comandó la “retoma” del Palacio de Justicia tras la toma por el M-19, una operación militar que dejó desaparecidos, torturados y más muertos entre tanta sangre vista.